Sorpresas
que guardan los días que solo parecen previsibles (3)
Confieso
que no sabría vivir sin los numerosos compromisos que tengo en la semana.
Jamás
dicté a desgano las clases de cada día ni viajé por el país a disgusto para dar
mis conferencias.
Pero
tampoco podría hacerlo con el placer con que lo hago sin mis horas igualmente
semanales de repliegue poco menos que monástico en las que escribo y leo o me
entrego a la música que me emociona.
¡Paradójica
disciplina la de los días que armonizan lo que quiere la voluntad con lo que no
se aviene a ningún cauce e irrumpe arbitrariamente en hallazgos súbitos, tan
inesperados, arduos y venturosos como reacios a toda domesticación!
Sé,
por lo demás, que muchas vidas consumen sus horas en convivencias forzadas e
ingratas y en silencios sin fecundidad.
En soledades no
buscadas sino padecidas y de las que intentan liberarse como sea.
Vidas
desdichadas en las que puede no faltar el pan y hasta abundar pero que están
privadas de alegría, de encuentros luminosos o de la emoción agradecida de
vivir.
Basta
viajar en un vagón de subte, en Londres o Buenos Aires, para reconocerlas.
Llevan estampada
en los ojos la íntima desorientación de los tristes.
La
desolación sembrada por una rutina sin intensidades que sepulta el sentido de
los días.
Allí
lo diario es condena, resignación que convierte en piedra el corazón de sus
víctimas.
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