Nuestros
jueces son absolutamente incompatibles.
“Todo
lo pueden hacer, menos justicia"
Bertold
Brecht
La
serie "Nisman: el fiscal, la presidenta y el espía", que Netflix
incluyó en su plataforma a partir del 1º de enero, el quinto aniversario de su
irresuelto asesinato que se cumplirá el próximo sábado, y las declaraciones del
principal imputado como autor intelectual -Mohsen Rabbani- colocaron otra vez
en el tapete el tema que debiera ser prioritario en la cabeza de los argentinos.
No tenemos
Justicia.
Procesos
como los de los atentados contra la Embajada de Israel (1992) y la sede de la
AMIA (1994) no solamente no han tenido
resolución sino que se han convertido lodazales sin futuro, hollados por
las pezuñas de cerdos de todos los colores, de todos los intereses y de todas
las nacionalidades.
Más
allá de estos y otros innumerables actos de terrorismo y de mega corrupción que
han quedado -y seguramente quedarán- impunes a lo largo de nuestra historia, y
de tantos magnicidios que aquí se han cometido sin que nadie consiguiera
siquiera identificar a los responsables, esa
carencia nos condena a la inviabilidad como nación independiente.
Piénsese
qué sucedería si, por esos extraños milagros que pocas veces ocurren,
pudiéramos darnos una Justicia transparente, seria, apegada exclusivamente a su
rol de único intérprete de la ley y, además, veloz.
Una
Justicia que permitiera a sus miembros, y a la sociedad en general, estar
orgullosos de ella, volviendo a convertirse en un galardón para aquéllos a los
que el mérito y la consideración pública les otorga la decisión final sobre la
libertad, la honra y el patrimonio de los demás.
Que
se transformara, ni más ni menos, en lo que nuestra sabia Constitución,
prostituida por los políticos, le concede y le exige:
Ser la real
garantía de defensa del individuo frente al poder del Estado y frente a las
arbitrariedades de los demás.
Si
la Justicia recuperara ese prestigio perdido o dilapidado, mejorarían
enormemente las relaciones que el país mantiene con los tenedores de bonos y
con los inversores, que ya no necesitarían reclamar extrañas jurisdicciones, y
las que cada uno de nosotros mantiene con sus acreedores y deudores,
propietarios e inquilinos, cónyuges, padres e hijos, vendedores y compradores,
profesionales y clientes, sanatorios y pacientes, empleadores y trabajadores,
funcionarios y ciudadanos, etc..
Porque,
convengamos, somos hijos del rigor, y allí estaría la señora de ojos vendados
para recordárnoslo e impedir los abusos a los que somos tan proclives.
No
debe entenderse en mis dichos que todos los jueces son indignos de cumplir con
honestidad y crudeza el tan noble rol que la Constitución les asigna.
Por
el contrario, con cincuenta y dos años de ejercicio como abogado, estoy
convencido que la mayoría de ellos son probos y preparados, y mira con tanto
asombro como los ciudadanos cuanto de
inmundo sucede en el Poder Judicial.
Nada
puede hacerse de un día para otro, pero todos los caminos comienzan por un
paso.
Ese
paso inicial podría ser algo que ya funciona, con éxito, en muchísimos países
del mundo:
El
juicio civil y penal por jurados, y la elección popular -desacoplada de las de
cargos políticos- de los jueces y fiscales en los pueblos y ciudades de menor
tamaño.
La
duración de los mandatos sería de cinco años, renovable, y el principal requisito para cada juez sería la residencia en el lugar
en que se desempeña, para permitir un adecuado control de los vecinos sobre su
conducta personal y sus bienes.
En
un plazo razonable, se encomendaría a esos distintos magistrados y fiscales la
elección de aquellos que merecerían integrar las cámaras de apelaciones y de
ejercer como fiscales ante ellas; y así sucesivamente hasta haber recorrido
toda la pirámide que corona la Corte Suprema de Justicia y la Procuración
General de la Nación.
La
obvia razón de esta propuesta es que nadie los conoce mejor que sus propios
colegas y, cuando éstos han concitado el respeto y la admiración de los demás,
seguramente se sentirán más obligados frente a la sociedad.
Lamentablemente,
impulsado por las necesidades de su tan procesada Vicepresidente, Alberto Fernández nos mintió en forma
descarada cuando, en su discurso de toma de posesión del cargo, aseguró que
"nunca más" habría injerencia del poder político en la Justicia.
Si
le creímos fue sólo culpa nuestra, porque ya había condenado severamente a
Cristina imputándole corrupción y complicidad con los terroristas y, poco más
tarde, exigido a quienes la tienen contra las cuerdas que expliquen sus fallos
y las "barbaridades" (sic)
que escribieron para dictarlos.
Y
la designación de personajes tan nefastos como Carlos Zannini (Procurador del
Tesoro y jefe de los abogados del Estado),
Daniel
Rafecas (propuesto para Procurador General y cabeza de los fiscales),
Juan
Martín Mena (Secretario de Justicia),
Gerónimo
Ustarroz (Consejero de la Magistratura),
Félix
Crous (Oficina Anticorrupción) y miles de etc., prueban más allá de toda duda el
escaso apego a la verdad que afecta a nuestro Presidente.
Bs.As.,
11 Ene 20
Enrique
Guillermo Avogadro
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