Por:
Alberto Fernández.
La
Iglesia ha dejado de hablarle al alma de los argentinos y dedica más tiempo a
reunirse con políticos opositores que el que ocupa en atender las necesidades
de la gente.
Habla
más pensando en los medios que en sus fieles.
"Padre
Francisco, salga por Cristo a pregonar una justicia más rea”.
No
tenga calma, háblele al alma del pueblo en pie.
¡Se
necesita tanta fe!
”Sea
usted capaz".
Con
esas estrofas Miguel Cantilo terminaba un tema que cantaba junto a Jorge
Durietz allá por los 70 cuando ambos formaban el dúo Pedro y Pablo.
El
tema representaba una cruda demanda a la Iglesia de esos años convulsionados de
nuestro país.
Muy
lejos de entonces, en esta Argentina que concluye su segundo centenario, el
cardenal Bergoglio ha vuelto a hablar.
Desde
su púlpito de celebrante de misa, con su lenguaje encriptado y sus opiniones
elípticas, acaba de despotricar contra la ciudad de Buenos Aires, acusándola de
"coimera" y "vanidosa".
Antes,
durante la Navidad, nos advirtió sobre nuestra "tentación" de
dejarnos llevar por ídolos "que no pueden prometer absolutamente
nada" y que como "grandes fuegos artificiales iluminan
un minuto y después se van".
Bergoglio,
en varias oportunidades, se ha quejado confusamente de ciertos aspectos del
funcionamiento de la política y de la institucionalidad argentina.
Llegó
a decir que la política es "una calesita en la que la sortija la
sacan siempre los mismos".
Como si ello no representara suficiente
crítica, acaba de cuestionar "la violencia verbal" que conlleva
nuestro debate político y de presionar a Mauricio Macri (con eficiencia por
cierto) reprochándole el haber aceptado pasivamente que el matrimonio gay
autorizado por la Justicia se pudiera celebrar en el Registro Civil de esta
ciudad.
El
cardenal Bergoglio ha dejado de hablarle al alma de los argentinos, muchos de ellos acorralados por la pobreza
o marginados en la indigencia.
Es
mayor el tiempo que dedica a reunirse con dirigentes opositores que el que
ocupa en atender las muchas necesidades de la gente.
Está claro que
habla más pensando en los medios de comunicación que en la conciencia cristiana
de sus fieles.
Actúa
más como un político ocasionalmente opositor que como un predicador de la fe
cristiana.
¿Es
razonable que un cardenal se inmiscuya tan frontalmente en cuestiones que hacen
al quehacer político de nuestro país?.
En
todos los tiempos y en todos los lugares, nunca ha sido fácil la relación entre
la Iglesia y el Estado.
La
historia de la humanidad da cuenta de los múltiples conflictos que ha
enfrentado al poder de los hombres con el poder celestial.
Pese
a todo, en la modernidad el Estado laico fue abriéndose paso, dejando atrás un
tiempo en el que a la Iglesia se le reconocía un poder secular singular.
Sin
embargo, en países de fuerte tradición católica, la Iglesia nunca dejó de
ostentar su dominio.
A
veces, operando como un grupo de presión y, a veces, haciéndolo como un factor
de poder.
Si
es cierto que la Iglesia ejerce tal poder de intervención, uno no debería
inquietarse porque sus máximas jerarquías opinen sobre la realidad política del
país. Sin embargo, la mayor intranquilidad está determinada por las cosas que algunas
veces se dicen y el modo como se expresan.
Cuando la
Iglesia muestra preocupación porque la pobreza aumenta, uno debería entender
que esos conceptos dejan al descubierto una inquietud real de quienes dicen
querer amparar a los más desposeídos.
Dejando
de lado que cuando así actúan lo hacen apoyándose en datos poco confiables y
teniendo expresiones nada imparciales, uno
hasta puede celebrar que los representantes de Cristo se ocupen del pesar de
los que no tienen.
Al
fin y al cabo, si en otros tiempos no lo hicieron es bueno que ahora lo hagan.
Lo que no parece
simple de comprender es hacia dónde apuntan muchas de las críticas que
Bergoglio enarbola.
Y
ello es así porque sus cuestionamientos, por lo general, aparecen teñidos del
mismo tinte que colorea a casi todas las críticas opositoras.
¿Qué
es la ciudad coimera?
¿Quiénes
son los corruptos y quiénes los corruptores?
¿Por
dónde pasa la violencia verbal de la política argentina?
¿Cómo
se llaman los que siempre sacan la sortija en la calesita de la política?
¿Cuál
es la inconducta institucional de quien respeta un fallo judicial que avala que
dos personas del mismo sexo contraigan matrimonio?.
En
los años recientes de la Argentina, antes que nuestra democracia se
restableciera en diciembre de 1983, la Iglesia no se expresaba con la
vehemencia con que hoy lo hace.
El
recuerdo que uno tiene de esos tiempos, y salvo honrosas excepciones como las
de los obispos Jorge Novak, Miguel Hesayne o Jaime de Nevares, es el de una Iglesia cuanto menos pasiva
ante la sistemática violación de los derechos que nos caben por nuestra
condición humana.
Algunos
clérigos no sólo toleraron la conducta genocida sino que hasta se convirtieron
en cómplices de quienes la practicaban.
Monseñor
Antonio Plaza o el sacerdote Christian Von Wernich son una prueba de lo que
acaba de decirse.
Cuando
recuperamos la institucionalidad, la Iglesia comenzó a fustigar a la política.
La
firmeza crítica que empezó a mostrar con los gobiernos populares no la tuvo
para con quienes antes habían asaltado la república.
Todos
recordamos a Raúl Alfonsín trepado al púlpito de la iglesia Stella Maris para
contradecir las enormidades que en torno a la democracia había pronunciado el
entonces capellán del Ejército.
Todos recordamos
las duras homilías que Bergoglio dedicó mientras Néstor Kirchner era presidente
de los argentinos.
Que
la Iglesia se ocupe del presente no está mal.
Que
lo haga de manera crítica y objetiva, tampoco.
Pero
que a través de su máxima jerarquía lance un sinfín de imputaciones tan
imprecisas como inquietantes, es definitivamente equivocado.
Si
es que Bergoglio sabe que la "coima" se adueñó de la ciudad, es
necesario que señale a los "corruptos" y también a los
"corruptores".
Si
no lo hace, deberá aceptar que en lo impreciso de su imputación se esconde
cierta vocación de poner en tela de juicio a la misma institucionalidad que los
porteños han elegido como su gobierno.
Lo tremendamente
injusto de semejantes aseveraciones reside precisamente allí:
En
el hecho de no establecer quiénes son los responsables de semejante decadencia
y cargar el sayo sobre toda la institucionalidad democrática.
En
estos días, la justicia argentina ha condenado con penas de prisión a dos
hombres de la Iglesia acusados de haber cometido abusos sexuales y de haber
corrompido menores.
Monseñor Edgardo
Storni y el sacerdote Julio Cesar Grassi, sobre ellos ha caído el peso de la
ley, son una prueba elocuente de un problema que enfrenta la Iglesia no sólo en
Argentina sino en el mundo entero.
¿Cómo
se entendería si, fundado en esos antecedentes, alguien hablara de la
"iglesia pederasta"?
¿Qué
pasaría si a partir de las imágenes difundidas de sacerdotes complaciéndose con
"juguetes sexuales" a alguien se le ocurriera hablar de la
"iglesia onanista"?
La
enorme inequidad que tal generalidad conllevaría sería proporcional al efecto
devastador que semejante afirmación tendría sobre la institucionalidad
religiosa.
Eso
no lo merece la Iglesia, como no merece la institucionalidad de la república
las imprecisas imputaciones del arzobispo porteño.
Aunque a
Bergoglio le cueste entenderlo, no es la "violencia verbal"
del debate político lo que hace daño a nuestra democracia.
Hay
mucha más "violencia verbal" cuando se lanzan acusaciones vagas y
cuando se trata a la política como un juego del que muy pocos participan sin
señalar a los pícaros que parecen predestinados a sacar siempre el premio extra
cuando la pantalla marca el final del juego.
Ocurre
que las expresiones con trascendencia pública deberían estar preservadas por la
mesura y el buen tino de quienes las pronuncian.
Esa
exigencia les cabe a todos por igual.
No
sólo a los dirigentes de la política.
También les cabe
a los hombres de la Iglesia.
Si
no exigimos que así se haga y permitimos que se lancen al viento acusaciones
que pueden caer en la cabeza de cualquiera y derruir los cimientos de la
institucionalidad, corremos el riesgo de estar socavando el mismo terreno en el
que estamos parados.
Y
no se trata de preservar un sistema que bastante deteriorado se muestra.
Se
trata de buscar que las correcciones que merece se marquen con toda precisión,
tratando de evitar que el costo de la cirugía que haga falta no caiga sobre los
que son ajenos a la decrepitud que pretende cambiarse.
Mucho mejor
sería que Bergoglio mirara a su alrededor, entendiera la
realidad que nos envuelve y le hablara al alma de los hombres y mujeres que
padecen este presente para ayudarlos a cambiarlo.
Si
leyera esa realidad que nos atraviesa descubriría que el amor no siempre es
eterno y que los matrimonios se disuelven.
Y
también advertiría que a veces el amor asoma entre personas del mismo sexo que,
lejos de ser pecadores, han emergido de esos mismos matrimonios bien
constituidos que tanto respeta la Iglesia.
Lo
ideal sería que nuestro cardenal primado haga aquello que alguien le reclamaba
al padre Francisco:
Hablarle
al alma del pueblo en pie.
Pero
claro, antes que dialéctica política ¡se necesita tanta fe!..,
No hay comentarios:
Publicar un comentario