Por
Eduardo Mondino
Nuestro
país parece atravesado por grandes decepciones y tragedias permanentes.
En
el fondo, pone de manifiesto un componente social que nos negamos a ver y lo
peor hace mucho tiempo que estamos inertes, casi anestesiados.
Creemos
que con manifestaciones espasmódicas, a consecuencia de un hecho degradante, de
gravedad institucional o trágico, donde una multitud se vuelca a las calles y
los medios masivos de comunicación reproducen durante horas se producirá el
milagro del cambio.
Al
día siguiente, la Argentina sigue andando a la espera del próximo
acontecimiento que amerite convocarnos por su convulsión social, y repetimos
otra puesta en escena.
Siempre fui y
soy partidario de las manifestaciones públicas y creo que son un valor central en
una sociedad democrática y participativa.
Pero
no podemos agotarnos en ellas, y que sirvan para no intentar un debate mucho
más profundo sobre nuestro comportamiento social.
La
tragedia de Villa Gesell culminó con el asesinato de Fernando Báez Sosa, y digo
tragedia porque comenzó con un boliche lleno de jóvenes apiñados, sin control
del alcohol que consumían, con patovicas que solo les importaba sacarlos del
local (para continuar con el negocio) y ponerlos en la calle y allí una
seguridad publica ausente e ineficiente.
El
hecho que nos conmueve estos días podría haber ocurrido en las puertas de un
boliche de Mar del Plata, Pinamar, Buenos Aires, Córdoba, Rosario etc. etc.
Y
sabemos que sigue sucediendo, por suerte la mayoría de la veces sin una muerte como
final.
¿Esto
es solo la mente perversa de un grupo de jóvenes rugbiers de Zárate?
Definitivamente
considero que no.
Como sociedad y
como país venimos retrocediendo de manera alarmante.
Aceptamos
como normal el incumplimiento sistemático de normas y conductas de convivencia
social civilizada.
Hace
décadas que nos viene atravesando un tsunami de incultura colectiva, y no hablo
de educación formal (donde también estamos deteriorados), sino de cultura
social, y eso tiene que ver con los usos y costumbres de los pueblos, con sus
valores, sus principios, con normas de convivencia, donde hay cosas que están
bien y otras que están mal, y no son lo mismo.
Somos
parte de una sociedad que por desidia o indiferencia ha permitido que nos gane
una contracultura social de la marginalidad, casi con metodología tumbera.
Y
no está vinculado a la pobreza ni a los denominados sectores populares:
Es
una ruptura alarmante de mecanismos de convivencia social que atraviesa a toda
la sociedad sin diferenciar estratos sociales.
Hace más de 60
años que el mundo avanza en la construcción de una cultura de los derechos
humanos, basada en el eje central del respeto por la vida y la dignidad de las
personas,
que implica básicamente principios colectivos para una convivencia civilizada.
En
contrario a ese rumbo, nosotros hace tiempo entramos en un tobogán que viene
profundizando el deterioro de una conciencia colectiva permisiva que relativiza
valores y principios morales bajo el falso eufemismo:
“Los tiempos
cambiaron”.
El
maltrato permanente, el insulto, la agresión verbal y física que fluye de
manera cotidiana en las relaciones humanas en todos los ámbitos de nuestra
comunidad, naturalizando la violencia como signos de una época, es pernicioso
socialmente.
Tratar
de fundamentar estos calamitosos comportamientos sociales en la modernidad, y
que esto requiere otra comprensión, habla de una mediocridad alarmante desde lo
conceptual y filosófico de quienes sostienen esta argumentación.
Ninguna
época, ni el modernismo mal interpretado pueden justificar el quiebre de reglas
básicas en una sociedad donde el respeto y la vida deben ser bienes únicos e
innegociables.
Sin
embargo desde el lenguaje, desde los modos, desde las formas y desde los
comportamientos sociales viene imponiéndose el mensaje y el accionar de los
violentos.
No
hay ningún sector social que hoy no esté impregnado de esta lógica marginal, en
lo deportivo, en los colegios, en los medios de comunicación, en las
universidades, en lo público y en lo privado.
Esta
es la realidad hace tiempo en nuestro país.
A los que
asesinaron salvajemente a Fernando Báez Sosa deberá caerles todo el peso de ley
y lo que el código penal determine, sin atenuantes.
Pero
no dejemos que esto, ni el dolor inconmensurable de la familia de Fernando, nos
tapen la mayor tragedia que tenemos como país:
Una
incultura colectiva, casi autodestructiva, por lo cual si como sociedad no
reaccionamos y restablecemos nuevamente una cultura de convivencia social
civilizada nuestra decadencia lamentablemente será interminable.
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