Por
Federico Andahazi
Parece
que hubieran pasado años desde la asunción de Alberto Fernández.
Pero
no sólo pasó muy poco tiempo, sino que el nuevo gobierno todavía no empezó.
O, tal vez hoy,
hace apenas unas horas haya dado su primer paso destinado a pisar el poder
Judicial.
Esa
falsa percepción temporal cada vez más extendida habla de las escasas
expectativas y de la cada vez más breve paciencia de la ciudadanía.
En
cualquier caso, más allá de los fuegos artificiales, los recursos discursivos,
las peleas internas reales o fingidas, los globos de ensayo, las amenazas a la
oposición y a las instituciones, lo cierto es que el partido todavía no empezó
y ya el ejecutivo y el legislativo, en
una alianza sin precedentes, pretenden descabezar al otro poder de la
república: El poder judicial.
¿Qué
tipo de luchador es Alberto Fernández en la arena de la confrontación política?
Todavía
no lo sabemos.
Aunque
ya lo podemos intuir.
Acostumbrado
a la sombra, es la primera vez que Fernández ocupa el ring:
Hasta
ahora, siempre había estado del otro lado de las cuerdas, en el rincón,
asistiendo, dando consejos, cerrando heridas, poniendo y sacando el banquito
del mandatario de turno.
E
incluso, me consta, aconsejando algún que otro golpe bajo.
Pero
la lona es otra cosa.
Ya
lo decía Ringo Bonavena: “Cuando suena la campana, te sacan el banquito
y uno se queda solo”.
Hoy
no le toca el oscuro trabajo de sacar el banquito, sino el de poner el cuerpo a
las embestidas.
Y
el de pegar.
La
pelea todavía no comenzó y ya vemos cual va a ser el principal campo de
batalla:
La
justicia, la misma justicia que lleva las causas de la actual vicepresidenta.
La
campana de inicio del primer round sonará en marzo.
Faltan
muy poco días.
Hasta
este momento hemos visto movimientos de precalentamiento, golpes al aire y
posiciones de defensa y ataque, declaraciones altisonantes y la búsqueda de
aliento del público que todavía no sabe si es zurdo, diestro, ambidiestro o
manco.
Alberto
Fernández es un político de oficio, conoce los pliegues más recónditos del
Estado.
Siempre
ha sido un consejero, más un
Maquiavelo que un Rasputín o un López Rega.
Semejante
ascenso del llano a la presidencia no le produjo ningún apunamiento.
En
general es al revés:
Los
peronistas se apunan cuando les toca estar en la llanura.
La
política argentina no tiene la lógica sutil del ajedrez, sino la lógica
elemental del yenga:
Si
se mueve mal una pieza, se derrumba todo el armado, siempre precario, del
jugador de turno que intenta dejar la torre lo más frágil posible para que se
le caiga al sucesor, sin pensar que esa misma fragilidad lo puede perjudicar a
él en el futuro.
En
efecto, el edificio a punto de colapsar que recibió Alberto, adolece de los
mismo problemas que le dejó Cristina a Macri.
Y
lo cierto, es que Alberto todavía no se atrevió a tocar una sola pieza.
Hasta
hoy.
Este yenga
macabro le impide al gobierno presentar un plan económico.
Y
no hay plan económico porque antes debe acomodar la pieza crucial del acuerdo
con el FMI.
Pero,
a la vez, no pueden cerrarse las negociaciones con el Fondo si el gobierno no
presenta un plan económico sustentable.
Entonces,
el gobierno se tienta con activar el péndulo eterno y volver a imponer las
mismas retenciones al campo que significaron el lento colapso del kirchnerismo
que, ciertamente, se inició con la famosa 125 de Lousteau.
Pero
ni siquiera las nuevas imposiciones al campo son una certeza, ya que aún no
pasan de ser una amenaza.
Alberto sabe que
mover esa pieza podría significar el fin antes de empezar.
Pero,
claro, al gobierno no le tembló el pulso para recortar de un guadañazo las
jubilaciones de aquellos que no gozan de ningún privilegio ni tienen modo de
hacer una huelga: los jubilados rasos,
los que siempre terminan alimentando los desvaríos de la política.
Siempre
en el campo de las amenazas, al gobierno no le faltan ganas de llevar a la
práctica los postulados de Raúl Zaffaroni e intervenir la justicia de Jujuy.
Ya
ha hecho algunos movimientos en ese sentido.
El
propósito final, claro, es conseguir la
liberación de Milagro Sala.
Pero
tampoco ignora Fernández que tomar por asalto todo el poder judicial de una
provincia por una sola persona, quien, además, es mayoritariamente repudiada
por la ciudadanía jujeña, lo colocaría en una situación difícil frente a la
opinión pública nacional e internacional.
Por
lo pronto, lo que sí hizo en la práctica Alberto Fernández es tomar medidas
contra los testigos protegidos, personajes oscuros, delincuenciales, que no
despiertan ninguna simpatía entre la población, y aunque su aporte es vital
para desentrañar causa complejas, nadie saldría a la calle por figuras como
Vandenbroele, Fariña o los treinta arrepentidos en la causa de los cuadernos.
Pero
lo acaba de suceder hace pocas horas en el Congreso de la Nación marca a las
claras, con qué tipo de gobierno deberá lidiar una parte de las sociedad y una
parte importante del mundo.
La Argentina
acaba de correr el eje y se alineó con Venezuela.
Montado
a horcajadas de la antipatía que producen los privilegios previsionales de los
jueces, lo que el gobierno en verdad pretende con la ley que acaba de parir
diputados, es provocar un éxodo de
magistrados en actividad para cubrir esos centenares de cargos que quedarían
vacantes con jueces propios, y así concretar el ansiado asalto de Cristina al
palacio de Tribunales, tantas veces anunciado por Hebe de Bonafini.
Pero ese es un
riesgo que no quiso tomar solo Alberto Fernández y entonces buscó la
complicidad del congreso.
Tan
burda y clara es la maniobra, que el ejecutivo se negó a aceptar la condición
de los legisladores de Cambiemos para agregar una cláusula explícita que dejara
afuera de la reforma a los jueces en actividad.
Alberto debería
ser consciente de que esta medida lo acaba de poner en un pie de igualdad con
Venezuela,
justo cuando Europa y EE.UU quieren saber de qué se trata esta nueva versión
del peronismo siempre imprevisible.
Si
de verdad el mundo tiene curiosidad por entender al nuevo gobierno, sólo debe
mirar lo que acaba de suceder ahora mismo en el congreso de la Nación:
Donde
se termina de concretar un robo frente a los ojos de un mundo que hoy mira a
China y la evolución de la pandemia.
Daniel Scioli
dejó de ser diputado desde el mismo momento en que aceptó ser embajador en
Brasil.
Aun
cuando ya le fue aceptado el pliego diplomático, Scioli, un ocupa de saco y corbata,
intrusó su vieja banca para que el bloque oficialista alcanzara el quórum, que
de otro modo no habría obtenido.
Pese
a que los diputados de Cambiemos abandonaron la cámara y denunciaron el
atropello, la sesión siguió su curso
como si nada.
Como
un eterno déjà vu, el gobierno se apresta a iniciar su mandato con un robo.
El robo del
siglo que permitirá tomar la justicia por asalto.
Y
de ahí en adelante, cualquier cosa será posible en la nueva República
Bolivariana de la Argentina.
El
robo del siglo no tendrá jueces que los juzguen…
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