Por
María Zaldívar
Entre
pandemia, encierro, debacle económica, autoritarismo, miseria, negociación de
la deuda y explícitas intenciones de atentar contra el estilo de vida
argentino, una sociedad preocupada asoma la cabeza…
Como puede,
descoordinada, sin conducción ni personalismos, despojada de banderías
políticas pero con una profunda dignidad.
Es
la reacción de una sociedad que ha madurado a fuerza de fallidos y decepciones,
de promesas incumplidas y falsos profetas.
Mientras
tanto, en el paraíso de su burbuja, el poder del funcionariado crece a golpe de
cuarentena.
La
burocracia del Fernández género masculino supera a la de Fernández género
femenino o, dicho de frente, lo de
Alberto es más autoritario que lo de Cristina. Hoy el sector privado tiene que pedir permiso para existir; sin la
firma de un burócrata no puede abrir su negocio, menos aún vender o importar y
el individuo debe recibir del estado autorización para transitar.
La
excusa es que “El estado te cuida” y la realidad es que hace décadas que el
estado te dejó en banda.
En
verdad el Estado “se”
cuida y trata de evitarse el colapso es decir, su fracaso.
El
largo abandono de sus funciones esenciales es el dueño del desastroso sistema
de salud pública actual que lleva al titular del área de provincia de Buenos
Aires al sincericidio de reconocer su propia incapacidad anunciando, como único
pronóstico, una “catástrofe sanitaria” en puerta.
En tanto, el
ministro que tiene a su cargo mucho más que la renegociación de la deuda
pública quiere obtener soluciones con recetas fallidas.
El
mal llamado “impuesto a los ricos” está decidido y el ministro pretenderá que, acto
seguido, los expoliados inviertan lo que les queda en un país que prefiere
robarle su retribución mensual miserable a los jubilados que reducir el
ineficiente y obeso presupuesto estatal.
Él
y sus socios del Gobierno se rascarán la cabeza preguntándose por qué tanto
viento en contra y atribuirán a una maligna animosidad con la Argentina la
decisión de los dueños del dinero de no invertir por estos pagos.
Eso como
brevísima reseña del paupérrimo accionar del Ejecutivo y sus delegados.
Una
revisión de los otros dos poderes del Estado no echa mejores resultados.
Los
jueces, protegidos por reiteradas
acordadas de la Corte Suprema, llevan unos 100 días de relajado receso y el
Legislativo, más o menos igual.
Se
encuentran a través de pantallas en las escasas oportunidades en que al
Ejecutivo le resulta conveniente.
Mientras
tanto, leyes, proyectos, expedientes y sentencias se apilan para felicidad de
delincuentes y ratas.
La llamada
oposición se está transformando en un fantasma de dudosa existencia.
Le
haría más justicia llamarlos “aquellos que no pertenecen al oficialismo”.
Alguno
que otro sale del sopor para participar de un rápido y superficial debate
televisivo donde sí está permitido hacerse el duro con el gobierno.
Y
luego, vuelta al descanso.
Ante
tamaña decadencia cívica, emerge con claridad una gruesa porción de pueblo
consciente, que entiende que el peronismo unido representa en sí mismo una
pésima noticia.
De
ese lote vigoroso de argentinos hay que descartar a los negadores seriales, que
intentaron relajarse con una fantasiosa “moderación” de Alberto Fernández y
también a los puristas que no aprenden la lección de la historia que demuestra
que las divisiones se traducen en debilidad, escenario probado de Churchill
para acá.
Son
siempre los mismos, esos que niegan la realidad aunque los atropelle.
Pero
el resto está despertando.
Eso
de que “soñar no cuesta nada” es tan inexacto como que “no es triste la verdad,
lo que no tiene remedio”.
Soñar
cuesta desencanto y desilusión; cuesta reticencia futura para volver a creer;
cuesta escepticismo y, casi siempre, dolor.
En
cuanto a la verdad, hay miles de verdades tristísimas pero, afortunadamente, en
muchos casos hay manera de revertirla.
La
pretensión no es destruir la poesía a racionalidad pura sino alertar sobre la
necesidad de poner bajo la lupa ciertos “eslóganes” que la política utiliza
como mantras y que el ciudadano, distraído y ocupado, consume con buena
voluntad y escaso juicio crítico.
Desde
“acabar con la grieta” o “tirar todos del carro”, pasando por “no es momento de
marcar diferencias” y desembocando en “basta de divisiones”; la hipocresía dicta el discurso del
burócrata.
El
político, del partido que sea, no quiere que “las cosas mejoren”; quiere, en
todo caso y tampoco siempre, ser quien mejore las cosas y cuando anuncia “esto
lo arreglamos entre todos” es porque fracasó en el intento de hacerlo solo.
La
grieta se viene marcando hace mucho tiempo pero se aceleró en las últimas dos
décadas, junto con el deterioro de la calidad de la casta política.
El
kirchnerismo primero y el macrismo después profundizaron la división, pero
no entre ellos.
Ellos
comparten privilegios y a la hora de defenderlos son uno solo, a diferencia de
la sociedad que sale a la calle, que es absolutamente heterogénea.
Ahí
está la verdadera grieta:
Los
que comparten privilegios y los que comparten valores.
El campo no
defiende hectáreas,
pasajes gratis o vales de nafta sino su
estilo de vida, y la ciudad no
defiende a Vicentin, nombramientos o subsidios sino la propiedad privada y ahí convergen los heterogéneos.
Todo
parece indicar que en la Argentina el populismo y los males que vienen con él
ya no enamoran.
Víctor
Hugo dijo: “No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su
tiempo”.
Tal vez en la actualidad eso aplique, en
nuestro caso, a la libertad…
No hay comentarios:
Publicar un comentario