Por Enrique Guillermo Avogadro (Nota N° 828)
“La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados”. Johann Paul Friedrich Richter
… y, tal como nos ha sucedido al menos en las últimas ocho décadas, no tenemos cucharas y sólo tenedores y cuchillos.
La
invasión de Vladimir Putin a Ucrania y las recíprocas sanciones económicas y
financieras que Occidente está aplicando a Rusia para intentar frenar el
genocidio que el trasnochado y criminal autócrata está produciendo, han mandado
al espacio los precios del gas, del petróleo y de las materias primas en todo
el mundo.
Obviamente,
eso hubiera debido ser una noticia extraordinaria para nuestro país, que tiene
la capacidad de producir alimentos para quinientos millones de personas y posee
el gigantesco yacimiento de Vaca Muerta que, día a día, expande sus fronteras
subterráneas.
Los
valores internacionales actuales más que justifican las inversiones necesarias
para explorar y extraer los combustibles fósiles, pero nadie está demasiado
dispuesto a apostar aquí su dinero por varias razones:
La falta de
seguridad jurídica, el permanente cambio en las reglas de juego, los cepos
varios que impiden la remisión de utilidades y, sobre todo, el recuerdo de
cómo actúa el kirchnerismo desde el mismo momento en que el patriarca pingüino
llegó a la Casa Rosada. Igual efecto produce la expoliadora presión impositiva
sobre la posibilidad de incrementar la superficie sembrada.
En
2003, Argentina no sólo era autosuficiente en materia energética sino que había
construido gasoductos y líneas de alta tensión para exportar gas y electricidad
a Chile, Brasil y Uruguay.
Néstor
Kirchner, por su incontrolable voracidad y su pasión por el saqueo, comenzó a
mirar con interés a YPF y a pergeñar la forma de robar parte de ella; lo
primero, fue congelar las tarifas en todos los tramos –producción, transporte y
distribución- del negocio.
Se llegó al
absurdo de reconocerle US$ 2,50 por millón de BTU del gas producido en Neuquén,
y pagar US$ 7,50 por el obtenido en Bolivia por la misma dueña de la empresa
argentina, Repsol.
Antonio
Brufau, por entonces CEO internacional de la compañía, percibió lo que se venía
y, preventivamente, transfirió a la matriz todos los activos externos de YPF y
se sentó a esperar para ver cómo salir de la Argentina.
No
tardó mucho en recibir una insólita propuesta de los testaferros del mandamás
patagónico, los Eskenazi, para “comprar” 15% (luego fue 25%) de la empresa
argentina…
Como
no tenían dinero, la propia Repsol les prestaría lo necesario y, por si fuera
poco, les entregaría la administración de YPF pese a que, del negocio
petrolero, lo único que sabían era cargar nafta en sus automóviles.
Como el catalán no es estúpido, aceptó todo pero puso algunas condiciones: el contrato debía ser refrendado por Néstor y Guillermo Moreno y la empresa distribuiría el 90% de las utilidades anuales; en esta industria ninguna compañía reparte más del 30/35% de las ganancias, porque el resto debe destinarse a explorar nuevos yacimientos.
Las
consecuencias fueron inmediatas: todos los actores locales dejaron de perforar,
la Argentina perdió el autoabastecimiento y debió invertir el sentido de los
gasoductos y de las líneas de alta tensión e importar gas natural licuado.
Los españoles festejaron: de cada US$ 100 que YPF liquidaba a sus accionistas, les pertenecían US$ 75 y, en pago de la deuda, se llevaban los otros US$ 25; más tarde, llegó la ruinosa expropiación de las acciones que aún conservaba Repsol y el genial Axel Kiciloff, luego de jurar que le cobraría una fortuna por daños ambientales anteriores, acordó pagar por ellas US$ 10.000 millones.
Los
Eskenazi pusieron sus acciones a nombre de sociedades españolas que, a su vez,
pertenecían a una holding australiana; “no tengo pruebas pero no tengo duda”,
diría Cristina Fernández, de que los verdaderos titulares siguen siendo los Kirchner.
Como
no querían dejar de robar, se “olvidaron” que los estatutos de YPF obligaban al
Estado, accionista mayoritario, a ofertar por el resto.
A esa altura,
las acciones habían pasado a manos de un fondo de inversión, Burford, que
demandó a la Argentina en las cortes norteamericanas por ese incumplimiento y,
al día de hoy, tan mal nos va en ese juicio que deberemos pagar otros US$ 5.000
millones.
Estoy convencido
que, atrás de ese “buitre”, también están ocultos los pingüinos.
Este
año, el Gobierno se verá obligado a importar gas y gasoil para intentar
satisfacer a la demanda nacional, pero deberá hacerlo en un escenario local
(menor oferta hidroeléctrica por la sequía) e internacional (creciente demanda
global por las restricciones aplicadas a Rusia) muchísimo más complicado.
Ya
está abriendo el paraguas ante el FMI por el seguro incumplimiento, por el
aumento de los subsidios, de los compromisos fiscales asumidos en el acuerdo
que no logró que Diputados tratara el jueves, cuando la Cámara, angustiosamente,
se limitó a aprobar el nuevo endeudamiento bajo una catarata de piedras
trotsko-kirchneristas, algunas de las cuales dieron, casualmente, en el
despacho de la emperatriz hotelera.
Cuando la lluvia de sopa concluya y la paz haya regresado, la preocupación del mundo ante la contaminación del medio ambiente y el calentamiento global volverá a ser prioritaria y el horizonte de uso de combustibles fósiles será acotado a dos o tres décadas.
Si para entonces la Argentina no ha logrado reinsertarse en la comunidad internacional, ofreciendo a los inversores externos garantías jurídicas y confianza en el mantenimiento de las reglas de juego, lo que no hayamos conseguido extraer de Vaca Muerta y de la plataforma marina quedará para siempre allí abajo y, nuevamente, habremos perdido un tren que ya no volverá a pasar.
Bs.As.,
12 Mar 22
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