¿Un gigante de cartón?
Por Nicolás Márquez
Una
semana antes de que se consumara la Revolución Libertadora en el histórico
septiembre de 1955´, el General Eduardo Lonardi, oficial retirado, sin mando de
tropa, sin un programa previamente acordado con sus camaradas de armas (ni
siquiera conocía en persona al Almirante Rojas) y sin coordinación alguna con
los partidos políticos opositores osó viajar sin custodia en un micro de línea
(acompañado de su mujer y su hijo) desde Buenos Aires a Córdoba con su uniforme
militar doblado en un bolso de mano y una semana después, regresó a Buenos
Aires como Presidente de la Nación.
Indudablemente,
lo suyo fue una hazaña digna de quedar en los anales de la historia:
En
ese lapso Lonardi tomó personalmente la Escuela de Artillería de Córdoba, tras
ocho horas de desigual combate logró la rendición de la Escuela de Infantería,
luego
se plantó quijotescamente frente al Ejército leal (que lo quintuplicaba en
efectivos) hasta hacerlo hocicar, paralizó al hegemónico Congreso de la Nación,
neutralizó
al movimiento sindical que días atrás había recibido la orden de del dictador
Perón de matar “5 por 1”
y
se mantuvo imperturbable ante el bombardeo informativo de los medios de
comunicación, todos en manos del régimen.
O
lo de Lonardi fue una verdadera epopeya o el desmoronamiento de Perón y de
todas sus estructuras dependientes fueron al margen del arrojo de Lonardi.
Dicho
de otro modo:
¿Fue
Lonardi un súper-héroe o fue Perón un gigante de cartón?
Los súper-héroes
no existen
y en todo caso Lonardi obró inequívocamente como un héroe pero a su vez, Perón
demostró que lo que verdaderamente tenía de gigante era su verba:
“¡Compañeros!:
los jefes de esta asonada, hombres deshonestos y sin honor, han hecho como
hacen todos los cobardes: en el momento abandonaron sus fuerzas y las dejaron
libradas a su propia suerte.
Ninguno de ellos
fue capaz de pelear y hacerse matar en su puesto.
Compañeros:
nosotros, los soldados, sabemos que nuestro oficio es uno solo: morir por
nuestro honor; y un militar que no sabe morir por su honor no es digno de ser
militar, ¡ni de ser ciudadano argentino!” arengó el bocón el 29 de
septiembre de 1951 tras la frustrada rebelión de Menéndez.
Pero
cuatro años después él mismo escapaba sin morir, sin pelear, abandonando a los
suyos y sin el menor gesto de honor.
“Si el pueblo no
me necesita, como argentino me sentiré más seguro en la cárcel que en ninguna
Embajada extranjera. Digo esto no para no atribuirme méritos, sino para hacer
resaltar la diferencia que hay entre nosotros y estos opositores a la violeta,
que cuando se resfrían se van a una Embajada como exiliados” disparó en
1952.
Pero
en 1955 buscó desesperadamente escondite en la primera Embajada que le diera
cabida: la del Paraguay comandada por su amigo el dictador Strossner.
Sin
embargo, lo más curioso de todo este desenlace no son las mentiras y
contradicciones en las que con insistencia y habitualidad recurría Perón, sino
el hecho de que en septiembre de 1955 a él le sobraba estructura política y
militar (la proporción entre leales y rebeldes era de 7 a 1) como para haber
podido aplastar a la revolución si acaso hubiese tenido verdaderos dones de
mando militar y hubiese contado con las suficientes agallas como para asumir la
responsabilidad de liquidar a los rebeldes en Córdoba.
Vale
decir: Sin quitarle el menor mérito a los jefes revolucionarios y a sus
heroicos hombres (cono el Contra Almirante Isaac Rojas o el General Pedro
Eugenio Aramburu), si la misma prepotencia discursiva con la que Perón se
pavoneaba desde los balcones la hubiese portado y aplicado como militar y jefe
de Estado, muy probablemente el dictador
no hubiese terminado escapando tan deshonrosa y miserablemente.
“Mejor que decir
es hacer” decía
siempre Perón, aunque paradojalmente si analizamos sus dichos y sus hechos
notamos que durante los momentos cruciales o decisivos de su trajinada vida
política y militar su gallardía acabara siendo oral y en su actuar concreto no
hiciera más que desdecirse y/o autodestruirse, obrando como un verdadero
gigante con pies de barro o una suerte de Goliat [1] de las pampas.
Es too much!
Perón
no sólo obró sin honor ni dignidad durante la Revolución Libertadora sino que
tampoco contó con dichos atributos con posterioridad, es decir, a la hora de reflexionar sobre lo sucedido.
En
efecto, tras fugarse intentó ensayar de inmediato explicaciones acerca del
porqué de su caída, y una de sus primeras ficciones, sostenida el 5 de octubre
de 1955 (semana posterior a la Revolución) se la concedió a la agencia
norteamericana United Press en donde manifestó que su destitución obedeció a la
conspiración desatada por determinados nacionalistas locales que se opusieron a
su política “entreguista” para con la petrolera norteamericana Standard Oil:
“Las
causas son solamente políticas.
El
móvil, la reacción oligarco-clerical para entronizar el conservadorismo caduco;
el
medio, la fuerza medida por la ambición y el dinero.
El
contrato petrolífero, un pretexto de los que trabajaban de ultranacionalistas
sui generis”[2].
Es
decir, el fugitivo alegaba haber caído por culpa de los chauvinistas que no
entendieron su acuerdo bilateral con el capitalismo estadounidense.
Argumento
raro el de Perón, teniendo en cuenta que posteriormente él mismo inventó que la
causa de su caída fue paradojalmente consecuencia de una conspiración del
capitalismo estadounidense:
“A
nosotros no nos volteó el pueblo argentino: nos voltearon los yanquis; y quién
sabe si hubiéramos tomado otras medidas: tal vez hubiese venido una invasión
como la de Santo Domingo (…)
Todo
fue orquestado por los Estados Unidos”[3].
Incluso,
uno de sus delirios explicativos más intensos sobre esta última “tesis” la
brindó Perón en el mes de noviembre de 1955 en Panamá, cuando se justificó ante
la prensa diciendo que se fue de la Argentina para evitar una invasión
norteamericana y de la “sinarquía internacional”:
-
P-
General, si las fuerzas leales eran
superiores a los insurgentes y además el pueblo estaba con Ud. y la CGT pidió
armas para defender al gobierno ¿por qué no resistió?
–
JDP: ¿qué resolvíamos con eso? La sinarquía internacional se nos iba a echar
encima más ruidosamente, quizás nos iban a mandar marines (marinos
norteamericanos), pudieron haber muerto un millón de argentinos.
¿Qué
favor le haríamos al país?”[4].
¿En
qué quedamos?.
¿Lo
voltearon los nacionalistas por “cipayo” o lo voltearon los norteamericanos por
“anti-imperialista”?
Las
recurrentes ficciones de Perón no pasan la prueba de la risa, no sólo por sus
insalvables contradicciones sino porque en esta última fantasía suya (la de pretender evitar una “invasión
norteamericana”), es el propio dictador el que semanas antes de huir le
acababa de entregar la explotación del petróleo en bandeja a los Estados
Unidos, y luego alegaba haber desistido la lucha para evitar una inminente
invasión estadounidense, la cual acudiría en apoyo de la Revolución Libertadora
que fue justamente la que días después
anuló los contratos petroleros con la Standard Oil norteamericana que
solícitamente había firmado Perón!
Sin
embargo, meses después, Perón intentó reformular sus risueñas e inconsistentes
excusas y para tal fin elaboró un libro auto-justificativo titulado “La fuerza es el derecho de las bestias”, en
el cual sostuvo entre otras cosas que él renunció a la presidencia para salvar
la refinería de petróleo que amenazaba bombardear la Marina, puesto que para él
esa fábrica le despertaba una especial ternura: “yo la consideraba como un hijo
mío.
Yo
había puesto el primer ladrillo” anotó sentimentalmente, siendo que además el
bombardeo implicaría “la destrucción de 10 años de trabajo y la pérdida de 400
millones de dólares”[5].
¿O
sea que el jefe militar de una revolución “anti-oligárquica” abandona a sus
“descamisados” a merced de los “explotadores” para salvar la integridad de una
simple refinería que al cederla iba a ser luego usufructuada no por “su pueblo”
sino por los “explotadores oligarcas”?
Es
decir, por un posterior gobierno “gorila” que por supuesto obraría al servicio
del “imperialismo y las clases dominantes”.
Pero
como estas estulticias justificativas no encajaban en ningún razonamiento que
pretenda tomarse por serio, en ese mismo libro Perón tomó la precaución de
completar su frágil explicación con un argumento un poco más elegante al
sostener que en verdad se fue para “no derramar sangre” puesto que además él
mismo se negó a armar a los obreros para defender su gobierno: “Influenciaba
también mi espíritu la idea de una posible guerra civil de amplia destrucción,
y recordaba el panorama de una pobre España devastada que presencié en 1939.
Muchos
me aconsejaban abrir los arsenales y entregar las armas y municiones a los
obreros, que estaban ansiosos de empuñarlas, pero hubiera representado una
masacre, y probablemente la destrucción de medio Buenos Aires”[6].
¿O
sea que el “macho”, el Primer Trabajador, el “Gran Conductor”, el General de la
Nación y el Libertador de la Nueva Argentina tras haberle ordenado a su pueblo
“dar la vida en su puesto de combate” y exhortarles “que caigan cinco de ellos
por cada uno nuestro” ahora cedía ante la “oligarquía” bajo el argumento
postrero de que no querer “derramar sangre” tras negarse otorgarles armar a los
obreros que según él estaban “ansiosos de empuñarlas”?
Resulta
muy curioso este último silogismo pacifista de Perón, puesto que en carta
escrita y remitida en 1956 a John William Cooke, el propio Perón escribió
exactamente todo lo contrario y encima culpó a sus colaboradores militares de
no haberse animado a armar a los obreros:
“Tanto Lucero
como Sosa Molina se opusieron terminantemente a que se le entregaran armas a
los obreros, sus generales y sus jefes defeccionaron miserablemente, sino en la
misma medida que la marina y la aviación, por lo menos en forma de darme la
sensación que ellos preferían que vencieran los revolucionarios (sus camaradas)
antes que el pueblo impusiera el orden que ellos eran incapaces de guardar e
impotentes de establecer”[7].
Luego,
en su citado libro, Perón argumenta lo mismo que anotó en la carta a Cooke,
pero en esta ocasión no culpó a sus militares sino a sus Ministros:
“En
los primeros días de septiembre (…)
Como un
reaseguro, propuse a los Ministros movilizar parte del pueblo, de acuerdo con
la ley, para la defensa de las instituciones; pero no encontré acogida
favorable por consideraciones secundarias, referidas al efecto que una medida
semejante podría ocasionar en los Comandos que, siendo leales, se sentirían
objeto de una desconfianza injusta”[8] y en reportaje concedido el 12 de
junio de 1956 se despacha contra ministros y militares por igual agregando: “Yo no acuso de traidores a mis Ministros,
que fueron fieles, pero sí los acuso de haberme impedido usar al pueblo para la
defensa, con el tonto concepto de que lo harían las fuerzas militares, que en
la prueba demostraron que no valían nada o que no querían defender al pueblo.
Ésa es la verdad, dura pero la verdad. Yo debía haberlos destituido, pero
desgraciadamente ya era tarde”[9].
Es
decir, siempre echándole la culpa a los demás y sin la menor autocrítica, Perón
primero anotó que no quiso “derramar sangre” ni “armar a los obreros” y en
declaraciones separadas culpó a sus generales y Ministros de no haber tenido
éstos la voluntad de aplastar la rebelión ni de haberse animados a armar a los
obreros.
Pero
hay más chivos expiatorios usados por Perón para justificar su derrumbe.
En
el colmo de la ingratitud, el “Primer Trabajador” en sus memorias grabadas,
culpó a su “pueblo trabajador” no sólo de cobardía sino de haber facilitado su
derrocamiento: “nuestro pueblo, que había recibido enormes ventajas y
reivindicaciones contra la explotación de que había sido víctima desde hacía un
siglo, debía haber tenido un mayor entusiasmo por defender lo que se le había
dado.
Pero
no lo defendió porque todos eran ´pancistas´…!
Pensaban
con la panza y no con la cabeza y el corazón!…
Esta
ingratitud me llevó a pensar que darles conquistas y reivindicaciones a un
pueblo que no es capaz de defenderlas, es perder el tiempo…
Si
no hubieran existido todas esas cosas que le dan asco a uno, yo hubiera
defendido el asunto y…salgo con un regimiento, decido la situación y termina el
problema…También me desilusionaron los gremios.
La
huelga general estaba preparada y no salieron…
Entonces
llegué a la conclusión de que el pueblo argentino merecía un castigo terrible
por lo que había hecho”[10].
En
otra ocasión, en una de las fantasías más ocurrentes que Perón haya esbozado
para explicar su derrocamiento, se animó a sostener que él defeccionó porque
sus propios militares de confianza pretendían matarlo:
“Si yo no me
hubiera dado cuenta de la traición y
hubiera permanecido en Buenos Aires, ellos mismos me habrían asesinado, aunque
solo fuera para hacer méritos con los vencedores (…) de muchos ya tengo opinión
formada como traidores, como cobardes y como felones”[11].
Pero
curiosamente años después (en 1970) expuso todo lo contrario:
“A mí las
Fuerzas Armadas no me defeccionaron: sólo un pequeño sector de ellas.
Si yo hubiese
resuelto resistir no tenía problemas”[12].
No
contento con todo este cúmulo de insensateces, más adelante en el tiempo Perón le
expuso a su biógrafo Pavón Pereyra que él se fue por culpa de una conspiración
pergeñada por el Primer Ministro de Inglaterra Winston Churchill en un
contubernio conformado por el judaísmo, la masonería y el Papa:
“Aquí es lícito
hablar de factores supranacionales. Ya se sabe que el vaticanismo, la masonería
y el sionismo aparecen simultáneamente unidos cada vez que se les disputan en
las áreas nacionales el predominio del poder del espíritu, del poder político o
del poder del dinero” agregando que “Nuestro error básico quizás haya
consistido en no considerar a la lucha entablada contra el peronismo como un
fragmento de la lucha secular con Inglaterra” resumiendo la componenda como una
“vulgar estratagema churchilliana”[13]
De
todas sus bromas explicativas, dejamos para el final la que consideramos más
ficcionaria y es la que le brindó a Esteban Peicovich en reportaje concedido en
Madrid en 1965, en donde la misma persona que se cansó de perseguir, torturar y
encarcelar comunistas sostuvo que en 1955 cayó por falta de apoyo del comunismo
internacional:
“Si
en 1954 Rusia hubiere estado tan fuerte como después, yo hubiera sido el primer
Fidel Castro de América Latina”[14].
¿Sintetizamos
tamaño abarrotamiento de incongruentes mentiras para no marearnos tanto?
Tras
excusarse de haber huido por culpa de los nacionalistas que lo voltearon como
consecuencia de su acuerdo petrolero con el capitalismo estadounidense, Perón
acusó luego a los Estados Unidos de haberlo derrocado (inminente invasión que
iría en apoyo de los revolucionarios que derogaron el contrato petrolero que
precisamente beneficiaba a los norteamericanos).
Posteriormente
sostuvo que escapó en salvaguarda de su coqueta refinería, la cual al
abandonarla dejaba en pleno usufructo a la “oligarquía”.
Seguidamente
explicó su fuga inventando su pacífica pretensión de evitar derramar sangre al
no querer armar a los obreros, pero luego culpó a sus generales de no haberlos
armado, responsabilizó del mismo pecado a sus ministros y por último calificó
de cobardía y pancismo a los mismísimos obreros por no haberse estos animados a
empuñar armas en su defensa.
Pero
todos estos divagues no le impidieron sostener a Perón en otra ocasión que a él
lo volteó una conjura encabezada por el Primer Ministro inglés al encabezar una
sórdida conspiración antiperonista conformada por el Vaticano, la masonería y
el judaísmo.
Y
en el medio de todo este grotesco galimatías también supo perorar conque en
verdad ocurrió que sus militares de confianza pretendían matarlo, aunque posteriormente
sostuvo que no, que los militares locales jamás lo traicionaron y finalmente,
quien fuera un confesado militar mussolinista y perseguidor de comunistas nos
ilustró sosteniendo que en puridad él cayó por no contar con el anhelado apoyo
soviético, lamentable ausencia que le impidió convertirse en el primer
presidente comunista del hemisferio.
¡Es “too much”!
¿Tanta pirueta verbal para intentar explicar sin éxito que el verdadero motivo de su fuga fue su cobardía?
Fragmento
del libro “Perón, el fetiche de las
masas. Biografía de un dictador” de Nicolás Márquez
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