Por
Nicolás Márquez
El
progresista post-kirchnerista.
El
progresista argentino en versión post-kirchnerista hace un culto a la
moderación: a
Atributo
que él exalta para disfrazar su cobardía personal.
Vende
un optimismo voluntarista y festivo, gesticulación entusiasta presentada en
sociedad como un síntoma de “buena onda” en el marco de su ecumenismo frívolo,
mojigato y artificial.
El
progresista le desea suerte a todo el mundo, incluso a aquellos a quienes
desprecia pero teme: la impostura y la pavura son los dogmas centrales de su
religiosidad auto construída a base de un pacifismo blando y un entreguismo
confortable.
El
progresista sabe y le consta que los terroristas desaparecidos en los años 70´
son 7000 y no 30.000.
Pero
sigue diciendo que son 30 mil porque dicha cifra es un “símbolo” o un
“patrimonio de la memoria”, dado que al fin y al cabo “no importa cuántos fueron, un solo desaparecido ya es una tragedia”:
Aforismo
hipócrita que le permitirá salir del paso ante tan incómoda temática para los
espíritus irresolutos.
Si
Hebe de Bonafini vomita uno de sus habituales exabruptos o se le imputan
algunas de sus muchas causas por robo, antes de criticarla se cubrirá valorando
“la militancia de las madres durante ´la última dictadura´”.
Frase
que le servirá de colchón para poder luego criticar algún aspecto “discutible”
de la madre más conocida de los terroristas locales.
Y
si se anima, hasta podrá criticarla con mayor valentía, a condición de que
previamente aclare que odia a Videla y de que “Carlotto es mucho más respetable
que Bonafini” (como si hubiese diferencias importantes entre ambas
energúmenas).
Nadie
le preguntó ni por Videla ni por Carlotto, pero el progresista necesita agregar
estos contrastes de manual, temeroso de que lo corran por izquierda y quedar
“estigmatizado”.
El
progresista post-kirchnerista ahora es crítico del narco-indigenismo de Milagro
Sala, pero atendiendo a su espíritu culposo y vergonzante, de inmediato
reconocerá que “hay una deuda con los pueblos originarios”:
Como
si dichos “pueblos” no hubiesen mejorado su calidad de vida en mil veces tras
la llegada del Evangelizador español respecto del estado de barbarie, hambruna
y salvajismo en el que ellos se hallaban antes del arribo de la Civilización a
nuestras playas.
Si
una víctima mata a un delincuente, el progresista cuestiona al delincuente pero
enseguida se encarga de machacar contra
la “reacción desmedida” que la víctima “pudo haber evitado”:
El
progresista es un garantista convencido o un garantista funcional.
En
cualquiera de sus formas no deja de prestarle gratuitos servicios a la
izquierda criminológica.
Sólo
se atreve a criticar con ahínco aquellas abstracciones en las que de antemano
sabe que todo el mundo va a coincidir: el hambre infantil, la pobreza, el
racismo, la inseguridad o las injusticias que hay en el mundo.
Cuanto
más vaga sea su crítica menos costo político va a pagar y más adhesiones
especula en cosechar.
El
progresista criticará y se indignará de modo genérico ante “la corrupción”:
Total ésta
crítica abarcará a todos pero al mismo tiempo no abarcará a nadie.
Y
si un político conocido o de coyuntura es denunciado o se encuentra salpicado
por la corrupción, el acicalado progresista no emitirá juicio de valor y con
proverbial prudencia nos dirá (sin decir nada) la siguiente frase
institucionalista: “es necesario que la justica investigue”.
El
progresista es un especulador consecuente y cada opinión suya será dada no sin
una calculada búsqueda de trepar en el sistema de reparto político.
Como
trampolín podrá integrar una ONG de buenas causas, militar en algún partido
“presentable” o ser un “dirigente social” prolijo (de esos que le venden su
imagen a la clase media y por ende no hacen piquetes ni rompen vidrios).
Si
le va bien, por su imprecisión discursiva y su buenismo militante podrá
eventualmente ser o haber sido funcionario de Scioli, Massa, Macri, Stolbizer o
Carrió indistintamente, alternativamente, sucesivamente, paralelamente o
simultáneamente.
“Todos juntos
tenemos que tirar del mismo carro” es una de sus frases de cabecera.
Juntar
“buenas voluntades” de ámbitos diversos sería el medio que él cree que le
permitiría lograr que el carro imaginario sea algún día “tirado por todos”:
pero comandado por él.
Portador
de una cobardía ideológica sin precedentes, el progresista argentino
post-kirchnerista oscilará en sus manifestaciones entre el centro-liberal y la
socialdemocracia (cada vez más cerca de la socialdemocracia que del centro),
aunque referirá respetuosamente respecto de los partidos de extrema izquierda,
ideología que sin bien él “no comparte”, valorará el “compromiso social” de sus
militantes.
Su
pánico discursivo lo llevan llamar a Fidel Castro no como “dictador” sino como
“comandante” o “líder cubano”.
Casi
no cuestiona el totalitarismo de facto de más de 57 años en Cuba pero si se
habla de Alberto Fujimori (que gobernó de facto el Perú apenas un año y fue
elegido por el voto varias veces), no duda en llamar a este último como
“genocida” y de paso ganarse la palmada y aprobación reglamentaria del elegante
euro-progresista Mario Vargas Llosa.
Si
el progresista post-kirchnerista es de estirpe socialdemócrata, en las
venideras elecciones americanas apoyará a Hillary Clinton.
Pero
si en cambio es un progresista del “centro-liberal”, como siente vergüenza de
brindar apoyo a Hillary entonces sólo se limitará a criticar rabiosamente a
Donal Trump sin agregar más nada:
Esa
será su alegre y miserable contribución al gramscismo norteamericano.
En
verdad, el progresista de última generación se siente más que cómodo con los
gobernantes socialdemócratas que con cualquier otro en boga, pero no se dice
chavista (los toscos rasgos del extinto dictador venezolano y su actual
heredero no cuajan con su corrección formal) y entonces, éste se permite
cuestionar los “excesos” del régimen bolivariano pero acusándolo de “fascista”,
es decir atribuyéndole una ideología italiana extinguida en 1945 pero que el
progresista moderno la hace resucitar, a fin de satanizar a Chávez y Maduro con
un mote ajeno o lejano y con ello exculpar por completo a la ideología
socialista, que es la verdadera responsable de las canalladas interpretadas por
este par de socialistas confesos.
El
progresista argentino pide con suma preocupación por la libertad del
socialdemócrata venezolano Leopoldo López (quien se sometió a la cárcel
chavista voluntariamente), pero su
indecorosa corrección política le impedirá clamar por los 2000 militares
octogenarios injustamente presos en la Argentina.
A
pesar de denostar las pasiones nacionalistas, el progresista hinchará siempre
por la selección Argentina de fútbol: aunque quizás ni le guste el fútbol.
Esa
toma de posiciones deportivas no le va a acarrear ningún enemigo y hasta va a
conseguir algunos “Me Gusta” en su red social.
Mutatis
mutandis, exagerará alegría toda vez que “Las Leonas” en el hockey o un tenista
criollo gane un partido, aunque quizás ni sepa que se estaba disputando ni le
guste ni entienda nada de estos deportes:
Todo
sea por conseguir retwitteos y congraciarse con la opinión dominante en el
hashtag de la fecha.
Si
bien el neo-progresista local suele provenir de cuna y linaje “gorila” rara vez
criticará a Perón.
Pero
si lo hace, a su vez se encargará de reconocer las “reivindicaciones sociales”
que el tirano extinto aparentemente le supo conseguir a “los trabajadores”:
No
nos olvidemos que los peronistas son muchos y no es aconsejable ganarse la
desaprobación de un sector poblacional tan nutrido y siempre tan cercano al
poder.
El
progresista clama a favor de “la diversidad” y al respecto no opina nada sin
consultarle al catecismo lingüístico de la ideología de género: con acrítico
lenguaje neo marxista cuestionará enfáticamente todos los “femicidios”, pero jamás hará lo mismo cuando la víctima
sea un varón.
Con
la moderación que lo caracteriza, considerará que las marchas “NiUnaMenos”
encarnan un fin noble, aunque lamentará que en ella se infiltren “intereses
políticos” o actos de violencia.
Es
un timorato y huye de las tomas de posiciones comprometedoras.
Y
si bien suele ser abortista no se banca presentarse abiertamente como tal,
entonces manifiesta su apoyo al infanticidio diciendo imprecisamente que “hay
que discutir el aborto”:
Modo pusilánime
pero efectivo de promoverlo.
Se
muestra en contra de toda forma de discriminación: como si discriminar fuese un
acto intrínsecamente malo y no un rasgo propio de la inteligencia humana que
permite diferenciar, distinguir y elegir.
La Progredumbre
A
la postre, cabe señalar que el progresista en cuanto escoria aislada no genera
ningún peligro, pero como él es un esclavo del consenso nunca está aislado sino
que participa, conforma e integra su cuota-parte de hegemonía cultural en boga.
De modo que de la suma total de los progresistas surge la Progredumbre,
mazacote ideológico viscoso y hediondo que dictamina hoy las bases del
Pensamiento Único y por ende, quienes cuestionan dicho paradigma son enseguida
sindicados como “exagerados” o “extremistas”.
Esto
explica en parte por qué el progresista evade todo contacto posible con quienes
se rebelan contra el monopolio discursivo al que él adhiere, puesto que los
insumisos ponen en evidencia su tibieza y lo obligan a hacer algo que lo
incomoda muchísimo: tomar posiciones.
Ocurre
que progresista no suele avanzar caminando sino arrastrándose: pero no como un
reptil sino como un gusano.
Eso
sí, su arrastre se halla siempre auxiliado y empujado por la corriente y con
ella transita los caminos pavimentados por la teledirigida opinión dominante.
El
progresista, que nada sabe de honra, entereza y honor, al fin de cuentas es
un alcahuete de la hegemonía cultural a la cual asiste con indigno servilismo.
Finalmente
y por si no hemos sido lo suficientemente claros en esta nota, culminaremos
estas breves reflexiones exponiendo nuestro sentir respecto de la Progredumbre
y el consiguiente tropel de correveidiles que la conforman:
Sentimos por
ella un sano, legítimo, sentido, catártico
y justísimo desprecio.
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