Alberto
Medina Mendez
El
debate sobre el gasto estatal sigue recorriendo vericuetos insólitos que
pretenden eludir las cuestiones de fondo, desorientando a los más desprevenidos
y tergiversando la discusión, al punto de anularla.
Ha
sido tan hábil esta estrategia de confundir a todos que la inmensa mayoría de
los ciudadanos sigue planteando la necesidad de revisar pormenorizadamente solo
el modo en el que se asignan los recursos.
Para
ellos no se trata de gastar menos, sino de gastar bien.
Creen,
sinceramente, que el problema pasa únicamente por optimizar cada centavo.
Piensan
que si se utilizan mejor todo cambiará positivamente.
Siempre
es deseable ser más eficiente, pero cuando el volumen del gasto está tan
desbordado como ahora eso no resulta suficiente para corregir casi nada.
En
esta emergencia lo importante es lograr un brusco descenso y no solo apelar,
como tantas otras veces, a un maquillaje circunstancial.
Esa corriente de
pensamiento, que tiene un enorme consenso, ha logrado instalar fuertemente la
idea de que bajar el gasto es políticamente inviable.
Entienden
que la dirigencia en su conjunto jamás aprobará estas decisiones.
El
argumento central es que la gente no aceptará reducciones en ninguna de las
áreas vitales del Estado y que los diferentes sectores reclamarán con
vehemencia frente a cualquier proyecto que vaya en esa dirección.
Sostienen
que aunque finalmente se pudiera avanzar en este tipo de iniciativas todo
colapsaría.
Apuestan a
asustar con las eventuales consecuencias de una decisión de esa magnitud y vaya
si lo consiguen.
Asumiendo
la existencia de ese fantasma, los más moderados y prolijos solo se concentran
en despejar las dos variables más benignas.
Ponen
todas sus energías en minimizar la potencia de la omnipresente corrupción y al
mismo tiempo promueven que todo se haga de una manera más eficiente.
Ambas
cuestiones son políticamente correctas.
Ninguna
persona, con un poco de sentido común, podría estar en desacuerdo con
semejantes consignas.
Embestir
contra los malversadores de fondos y los dilapidadores seriales es una
simpática bandera que cuenta con muchos adeptos.
Es muy
interesante observar este proceso en el que nadie parece tener la voluntad
suficiente para poner la atención en lo moral, en las esenciales funciones del
Estado y en las metas razonables de un gobierno justo.
El
Estado no nació para gastar mucho, ni tampoco para gastar bien, sino para
gastar muy poco, de hecho lo mínimo posible, entendiendo siempre que cada
centavo que utiliza se lo ha quitado antes, coercitivamente, vía impuestos a
quienes lo han conseguido con su propio esfuerzo.
Los
gobiernos nunca generan riqueza.
Tampoco
ese debería ser su objetivo.
Están para
garantizar que los ciudadanos resuelvan sus eventuales conflictos
civilizadamente y por eso es vital que aseguren sus derechos.
Los que
gobiernan deben concentrarse solo en respaldar a los ciudadanos para que puedan
disfrutar plenamente de su vida, su libertad y su propiedad.
Es esa y no otra
la función básica del Estado en todas sus formas.
Se
podrá discutir luego acerca de los alcances de esta mirada.
Existen
muchas visiones que muestran matices diferentes al respecto, pero en todos los
casos la idea primordial consiste en ser austero, sobrio y frugal.
Los funcionarios
deben comprender que cada moneda que utilizan en el gobierno se la quitaron
previamente a un ciudadano que aportó compulsivamente una parte de su esfuerzo
para que, como contraprestación, se le aseguren derechos, sin
justificaciones, ni excusas.
Cuando
un empleado estatal malgasta recursos le falta el respeto a la gente.
Está
usando lo ajeno con un fin específico y debe ser consciente de ello para
utilizarlo con la corrección que cada ciudadano se merece.
Lo que está
claro es que son muy pocos los que pueden afirmar con convicción que los
actuales gobiernos brindan Seguridad y Justicia.
Ese
es el verdadero rol del gobierno y es evidente que no lo hace demasiado bien.
Cuando
la ciudadanía propone bajar determinados gastos aparece inexorablemente un
planteo totalmente banal que sostiene que ese rubro es irrelevante y entonces
parece que no vale la pena ni siquiera intentarlo.
Son
los mismos que dicen que los montos más abultados son absolutamente intocables.
Para
ellos los pequeños son despreciables y los grandes son imposibles.
Definitivamente,
ellos son los fanáticos del status quo.
Pero
hay algo que no dicen y no es casualidad.
Si
bien los recortes deberían ser contundentes, de raíz y de gran impacto, los
gobernantes no se animan a reducir aspectos decididamente menores pero
simbólicos.
En cada uno de
esos asuntos subyacen los privilegios de la casta política.
Vehículos
oficiales, viáticos obscenos, gastos de representación poco transparentes,
comitivas desproporcionadas, remodelaciones innecesarias y la lista podría
seguir casi hasta el infinito con enorme desparpajo.
Claro
que la caja de la política nace allí.
Detrás
de vergonzosos artilugios esconden sus canalladas.
Es
tanta la indecencia de estas partidas que las ocultan detrás de tramposos
nombres para luego justificar esos gastos dibujando conceptos y configurando un
fraude de gigantesca jerarquía.
Nadie quiere ir
hasta el hueso porque hacerlo implicaría tocar los intereses de la corporación
política.
En
este punto, oficialismo y oposición están del mismo lado del mostrador.
Ellos
solo quieren aprovecharse de los privilegios de ese poder que, seguramente,
administrarán alternativamente.
Los que
gobiernan no solo no tienen que robar el dinero de la gente.
Tendrían
que dar el ejemplo, manejarlo con gran eficacia,
pero por sobre todas las cosas deberían comprender que la austeridad no es una opción,
sino solo un deber moral.
pero por sobre todas las cosas deberían comprender que la austeridad no es una opción,
sino solo un deber moral.
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