Por
MARTÍN CAPARRÓS
MADRID
– Nos ganaron: se ve que por ahora
nos ganaron.
Es
primavera, Salón del Libro en Saint-Malo, costa normanda, Francia dulcemente
profunda:
Brilla el sol, las gaviotas aúllan, el mar se huele, los libros nos
reúnen, el mundo resplandece. Intento entrar al centro de exposiciones donde se
hace el Salón pero todas sus puertas parecen cerradas.
Alguien,
muy amable, me informa que hay una sola puerta abierta, allá en la punta.
Camino;
alrededor hay bloques de cemento, guardias, perros, ambulancias.
Alguien, más o
menos amable, me explica que es por el terrorismo: que debemos cuidarnos,
defendernos.
Al
fin llego a la puerta.
Me
hacen abrir el bolso, lo miran, me revisan.
Sonrío,
trato de convencer al hombre de que no soy un malo; él me sonríe.
Así estamos un poco
más seguros,
me dice.
Están
en nuestras vidas.
Más
tarde ese sábado, en la noche, lo evidente se vuelve bestial.
En
una calle de Londres tres señores armados con cuchillos apuñalan a troche y
moche, matan.
La
escena es espantosa, muchos corren, los policías les gritan: “Corran, corran,
corran”, el horror se difunde, los medios no hablan de otra cosa.
Horas
después, en una plaza de Turín, miles de personas se juntan para ver en
pantallas un partido de fútbol y de pronto, víctimas de su tiempo, se asustan
por el estallido de un petardo y corren, corren, corren, se atropellan, se
hieren.
Quien
haya visto una multitud en estampida sabe que la mayoría pisa a quien sea para
seguir siendo:
El quiebre de
cualquier idea de colectividad, de solidaridad.
En
ese petardo estalla el cambio de sentido: un sonido propio, festivo, casi
irrelevante, se transforma en amenaza, tragedia. Suceden cosas que consiguen
que los signos cambien de sentido.
Los
terroristas –llamémoslos los terroristas– ya ni siquiera tienen que estar
presentes para estar muy presentes.
Nos ganaron: nos
cambiaron la vida.
El
terrorismo es eso: instalar el terror, cambiar conductas.
Cuando
un grupo político o religioso o patriótico no tiene suficiente poder para
enfrentarse a sus enemigos en una lucha abierta –o ni siquiera para causarle un
daño material importante– trata de arruinar su día a día.
Para eso alcanza
con muy poco: unas cuantas personas decididas a tomar muchos riesgos,
dispuestas a morirse.
Y
una idea básica:
Atacar al azar
para que nadie pueda creerse exento, para convencer a millones de que sus vidas
corren riesgo, para crear terror.
A
partir de esa maniobra simple, casi barata, consiguen un efecto tan
multiplicado: millones se asustan, reclaman vigilancia, se someten gustosos al
control.
Es
por su bien, suponen, para vencer al enemigo.
Entonces
los Estados se inflaman, discursean y aceptan con fruición esta oportunidad:
La mejor excusa
para profundizar su papel de policías.
Y
nos dicen que no hay alternativas.
La
culpa no es nuestra, nos dicen, por supuesto, no es de nuestros Estados…
Es
de esos desaforados y fanáticos, tan difícil pararlos, tan necesario
eliminarlos.
El
terror nos convence de entregar al Estado lo que nunca le daríamos de otro
modo:
Nuestra
privacidad, el derecho a espiarnos, escucharnos, leernos, controlarnos…
y nuestro
agradecimiento por hacerlo.
No
sabemos a qué Estado se lo damos: muchos le abrieron las puertas a –digamos–
Obama, porque parecía bueno;
ahora
las usan Trump y sus muchachos.
Si
las personas quisieran organizarse en –digamos– los Estados Unidos para
defenderse de algún abuso del Estado, su gobierno tendría todos los elementos
policiales para eliminarlos y seguir.
En
nombre de la defensa de la democracia les damos la posibilidad de cargarse
cualquier forma de la democracia.
Lo
puso tan claro Theresa May hace unos días, cuando dijo que su gobierno tenía
que “hacer
más para restringir la libertad y los movimientos de sospechosos de terrorismo”,
y que
“si nuestras leyes de derechos humanos nos lo impiden, cambiaremos las leyes
para poder hacerlo”.
Nos
convencieron de que acabar con la amenaza justifica acabar también con
cualquier prurito:
Justifica
que un señor y una pantalla puedan matar civiles a miles de kilómetros,
justifica
que nos lean las cartas y correos,
justifica
que nos palpen todo el tiempo, que nos vigilen todo el tiempo.
Justifica
la militarización de nuestro espacio: los aeropuertos y estaciones, los
edificios públicos, las calles y parques llenos de soldados, las miradas de
cuervos que te recuerdan que sin ellos no eres casi nada.
La guerra contra
el terror nos convierte en rehenes.
Cambia
nuestras vidas.
Tiene
que haber otras maneras.
“Si queremos
combatir efectivamente al terrorismo debemos entender que nada que los
terroristas hagan puede derrotarnos. Nosotros somos los únicos que podemos derrotarnos,
si reaccionamos errónea y exageradamente ante las provocaciones terroristas”, escribió Yuval
Noah Harari en The Guardian hace dos años.
Provocaciones
es la palabra decisiva: pinchazos, tentativas.
Son
ataques artesanales, auto convocados, que demuestran, entre otras cosas, que no
hay manera de evitarlos:
Que
es vano cualquier esfuerzo frente a la multiplicidad de sus formas, que es
falso que sin la vigilancia todo sería mucho peor; que tres hombres con
cuchillos no se transformarían en tres mil con ametralladoras si no hubiera
soldados en la calle.
Perogrullo
clama y nadie le hace caso…
Insiste en que
la única respuesta inteligente al terrorismo es no aterrorizarse.
Le
contestan que no sea idiota, que no es una elección, que ellos nos atacan y nosotros
debemos defendernos, que nos están matando.
El
terror confía en sus efectos: para
empezar, los aterrados no pueden pensar claro.
No
pueden hacer cuentas:
Preguntarse
si los perjuicios de una vida temerosa y controlada no son mayores que los de
llegar al final –muy al final– a perderla del todo.
Con
el debido respeto por las víctimas:
Francia,
el país occidental más golpeado en los últimos tiempos, perdió 247 personas
desde la matanza de Charly Hebdo, en enero de 2015.
En
ese mismo lapso los accidentes de tránsito mataron alrededor de 8.400 (más de
treinta veces más personas).
Me
dirán que la comparación es imbécil, que cómo se me ocurre.
Después,
más tranquilo, alguno me dirá que viajar es necesario, que los coches son
indispensables.
¿Conseguir
que no nos arruinen las vidas no lo es?
¿Resistir
a los atacantes, resistir a los que quieren aprovechar esos ataques para
conseguir más poder no lo es?
¿Vivir
en libertad no es necesario?
Quizá
se necesita una decisión común, un pacto explícito:
Que
millones de ciudadanos digan “nos cuidamos solos, no lo hagan en mi
nombre, nos atrevemos, preferimos demostrarles que no les tenemos miedo”.
Que
anuncien que se arriesgan –un riesgo, al fin y al cabo, tan escaso– a cambio de
no caer en su trampa.
Que
digan que la forma de contrarrestarlos es no hacerles caso, no hacer lo que
quieren que hagamos.
Que
los medios también se comprometan a dar a sus acciones solo el módico espacio
que –por sus efectos reales– se merecen.
Y
entonces los terroristas verían que no producen los efectos que buscan, no nos
cambian las vidas, no provocan la represión y la muerte que a su vez crean más
terroristas y más razones para el terrorismo.
Y
entonces, quizá, serían ellos los que deberían cambiar de vida.
Hubo
un señor, hace ya años, que se llamaba Gandhi, y creo que lo entendía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario