Ediciones
FIDES publica un volumen colectivo sobre un tema de rabiosa actualidad: el
populismo.
Bajo
el título "En el nombre del pueblo.
La hora del populismo", reúne una serie de textos inconformistas, tanto
desde un punto de vista político-científico, como del sociológico, o del
ideológico.
Autores
como Marco Tarchi, José Javier Esparza, Jesús Sebastián Lorente, Luis María
Bandieri, Alain de Benoist, Olivier Marchand, Paul Masquelier, Thibault Isabel,
Michel Lhomme y Vincent Coussedière, trazan un panorama completo del
"populismo", algunos de ellos de forma crítica, otros muy
favorablemente.
Ahora sólo nos falta saber quién forma ese pueblo tan digno de
atención.
VINCENT
COUSSEDIÈRE
¿Qué
opinión tenéis sobre el populismo?
¿Qué
os hace decir que es, a la vez, “el problema y la solución”?
Mi
enfoque del populismo no deriva de la ciencia política, sino de la filosofía.
Rehúso
el uso peyorativo que la ciencia política hace del término para designar a los
partidos y a una oferta política que se trata de deslegitimar.
Estos
partidos tienen, ciertamente, puntos comunes, pero también diferencias
fundamentales.
Por
poner algunos ejemplos, La FPÖ austríaca no tiene la misma posición sobre el euro
que el FN.
Tampoco
sobre el Islam, aunque comparten una misma inquietud, pues podemos demostrar
cómo las concepciones de la UDC y el FN son diferentes cuando se trata de
definir y concretar las políticas al respecto.
La
UDC suiza es más “liberal” que el FN sobre la cuestión de la vestimenta
islámica, pero centra más su atención sobre los lugares de culto y de los
minaretes, etc.
Recurriendo
a este término, la ciencia política sigue prisionera de la ideología, construye
un seudo ideal-tipo weberiano que funciona como un espantapájaros destinado a
deslegitimar, de forma global, la oferta de los partidos populistas.
Se
dirá entonces que son antiinmigración o antieuropeos, lo que no significa nada,
¡como si hubiera que elegir entre los “anti” y los “pro”!
Finalmente,
la ciencia política es más ideológica que los partidos populistas y ello es
porque el uso que hace de esta noción de “atrápalo-todo” es difundida
rápidamente por los medios de comunicación…
Por
mi parte, yo invierto completamente la perspectiva.
En
mi opinión, el populismo del pueblo es lo primero; y los partidos populistas
sólo cubren posteriormente el fenómeno para intentar dotarlo de una traducción
política.
¿Por
qué, entonces, me dirán, no hablar del pueblo sin más?
Porque el “ismo”
permite apuntar el riesgo de un devenir ideológico del pueblo.
El
pueblo tiene cada vez menos relación con su esencia:
Su sociabilidad
y su soberanía.
Se
relaciona consigo mismo bajo la forma de una nostalgia y el apego a su ser
perdido, a su “identidad”.
El populismo es
la forma en que el pueblo experimenta su descomposición y la reacción que
intenta oponer a esta descomposición.
Es
la enfermedad que sufren los pueblos europeos, pero la enfermedad no es lo
contrario de la salud, es la reacción de un organismo todavía sano ante lo que
intenta descomponerlo.
Lo
que el pueblo quiere conservar en su populismo no es ser otro distinto, sino
ser él mismo:
Su ser como
pueblo francés, su ser como pueblo español, su ser como pueblo inglés, etc.
De
ahí que el populismo pueda ser, a la vez, el problema y la solución a la
situación de “impasse” vivida por los pueblos europeos.
Es
el problema en la medida en que la oferta política –que fuerza a redefinirse–
es, sin duda, todavía insuficiente.
Es la solución
en la medida en que es una demanda de política en el sentido más profundo del
término, es decir, de comunidad deliberando sobre las decisiones
compartidas.
¿Por
qué el populismo corre el riesgo de encarnarse otra vez bajo formas
generalmente demagógicas?
Y
¿por qué, por el contrario, está condenado, en el marco del neo republicanismo
(Debray, Chevènement) a desencarnar al pueblo y pasar de lado?
Resumiendo: el
populismo es la protesta ejercida por el pueblo mismo contra su descomposición.
El
pueblo quiere continuar siendo pueblo.
Esta
demanda no es una demanda política clásica, es una demanda archi política, que
sitúa a los políticos ante la cuestión:
¿qué
es un pueblo y cómo reinstituirlo siendo su propio ser lo que está en juego?
Los
líderes populistas ven la respuesta más simple y la más disponible
inmediatamente: un pueblo es una “identidad”.
Los líderes
“republicanos” ven la respuesta inversa:
Un pueblo es una
“voluntad”.
Aquí
nos encontramos con la vieja oposición entre la concepción de la nación
heredada pasivamente y la que adoptamos libre y deliberadamente.
Esta
oposición, durante mucho tiempo, ha permitido estructurar el debate francés
entre los “republicanos” de un lado y los “nacionales” del otro.
Pero,
lo que es remarcable, es que esta oposición no se ajusta a la historia de
Francia, la cual ofrece una síntesis de la heredada identidad y conseguida
libertad.
Más
remarcable todavía: el pueblo en su
populismo lo sabe instintivamente.
Sabe
que lo que le constituye en pueblo francés no es ni una pura identidad ni una
pura libertad.
Es
por esto que el pueblo francés no es partidario ni de la oferta identitaria
lepenista ni de la oferta voluntarista chevenementista.
Incapaz
de producir una síntesis política, la de un nacionalismo republicano, el FN
está condenado por el momento a hacer la separación entre nacionalismo
identitario y nacionalismo cívico.
No
obstante, el colapso de la oferta europeísta, que propone la superación de la
nación, le deja el campo libre.
El
pueblo ha sostenido esta línea europeísta durante tanto tiempo que podría hacer
creer que la mantendría con más fuerza. Esta ilusión acaba de disiparse en la
actualidad.
Usted
mantiene la distancia entre un individualismo que defiende una concepción
cívica de la nación y un holismo que se refugia en una nacionalismo
identitario.
¿Exploráis
una tercera vía, entre neo republicanismo y enfoque identitario de la nación?
¿Qué
forma podría tomar?
¿La
asimilación imitativa?
Vuestro
razonamiento, ¿se encierra en una concepción irredentista –no osaremos decir
jacobina– de la nación?
Propongo,
efectivamente, una superación de la oposición identidad-libertad.
Es
la noción de imitación, inspirada en Gabriel Tarde y aplicada a la asimilación,
la que me permite el enfoque de la nación y del pueblo.
Imitar
es, a la vez, ser determinado y libre, pasivo y activo:
Determinado
por el modelo a imitar, pero libre y activo en la medida en que la imitación
implica un trabajo de uno sobre sí mismo –una auto transformación– y no una
simple pasividad o una simple identificación imaginaria.
Asimilar,
en este sentido, es ser similar activamente, sin intentar ser “completado” por
un modelo imaginario.
Mi
concepción no es, pues, irredentista y sitúa a la nación en una forma de
fragilidad, porque ella depende de la acción de un pueblo imitando modelos
comunes, sin por ello dejar de innovar, a partir de dos tipos principales de
imitación descritos por Tarde: imitación-modo e imitación-costumbre.
Veamos
la lengua: ella posee una estructura permanente, lo que no le impide
evolucionar a lo largo del tiempo, resultado de una multitud de acciones de
imitación y de innovación realizadas por numerosos locutores.
Pasa
lo mismo con la nación.
Usted
sitúa en el centro de su pensamiento la cuestión de las costumbres más que la
de identidad.
La
adopción de costumbres, ¿no es también una de las dimensiones de la identidad?
¿Por
qué reducir la pertenencia a esta sola dimensión de las costumbres?
Creo
que hablar de la nación y del pueblo en términos de “identidad” es un síntoma.
El
lenguaje de la identidad es reactivo:
Es la pérdida de
la sustancia de la experiencia humana, tanto individual como colectiva, la
“pobreza de experiencia” descrita por Walter Benjamin, que plantea a cada cual
reivindicar una identidad.
Pero,
¿qué es la identidad sino un cierto número de características que se abstraen
de la realidad?
Desde
el momento en que nos ponemos a hablar con este lenguaje y, a fortiori, del de
la defensa de la identidad, es que es demasiado tarde.
Es
que hemos dejado de imitar las costumbres que teníamos.
La
comunidad se funda sobre la evidencia de un reparto casi inconsciente de las
mismas costumbres.
Al
dejar de proyectarse sobre un futuro común, se plantea la cuestión de su
identidad.
Así
deviene regresiva y se busca en un origen mitificado el “telos” de su acción.
Es
remarcable que esta noción de identidad a seguir, de identitarismo, haya nacido
en los intelectuales inmigrados, exiliados de su cultura de origen, como sucede
con el psicoanalista Erikson, como lo señala Vincent Descombes en su libro “Les
embarras de l'identité”.
Un pueblo vivo
se burla de la cuestión de la identidad, se trata de un pueblo activo que
quiere continuar experimentando el placer y la alegría en sus costumbres
compartidas,
que son maneras de actuar, de relacionarse con las cosas y con los demás.
El
pueblo quiere conservar sus costumbres, que le son suficientes plenamente para
dotar de sentido a su existencia.
Aspira
a continuar la imitación de modelos de costumbres que ya han sido probados y
experimentados, enriqueciendo la existencia que ellos consideran deseable.
Pero
no se defienden como un paquete total que implicaría la identidad nacional.
Se
defienden día a día las costumbres, practicándolas, imitándolas y combatiendo
los modelos que les amenazan.
Retomemos
el ejemplo de la lengua: preservar es una lucha cotidiana contra su
desfiguración y su devenir orwelliano…
Lo
mismo vale para las costumbres más cotidianas, la manera de alimentarse, de
vestirse, de habitar, de relacionarse con el otro sexo, etc.
Esta
es la profundidad antropológica de las costumbres que constituye esa
“personalidad” que es, por ejemplo, la Francia, no su identidad-idem, para
hablar como Paul Ricoeur, sino su identidad-ipse que conduce al reconocimiento
de uno mismo.
¿Es
esto lo que le hace decir que la nueva guerra será una guerra de costumbres?
¿Por
qué?
¿Cuáles
serán las líneas de fractura?
La
guerra contra las costumbres está abierta en dos frentes: por la mundialización
liberal y el multiculturalismo, por un lado, por el islamismo, por el otro, que
pretende establecer sus propias costumbres sobre el campo de ruinas que ha
dejado su rival.
Todo
lo que es vivido y experimentado, es decir, imitado activamente en el seno de
una relación intersubjetiva, se está alejando. Los niños son modelos por
construirse.
Ya
no son educados de forma intersubjetiva en el círculo familiar, ni siquiera en
el de la escuela, son presas permanentes de las imágenes que consumen
abstractamente y que les dispensan de trabajar sobre sí mismos.
El
islamismo ha comprendido perfectamente todo el beneficio que puede extraer de
esta situación, ocupando progresivamente el terreno de lo real abandonado por
los espectadores de imágenes, el espacio público, en el cual él anuncia sus
propias costumbres. Frente a esto, no encontramos costumbres colectivas, sino a
los individuos desorientados de la sociedad multicultural, que ya no tienen
nada en común, encerrados en una identidad que continúan persiguiendo como una
quimera.
El
islamismo no se contenta, sin embargo, con invadir el espacio público con la
propuesta de sus costumbres, invade también el espacio privado mediante su
propia propaganda espectacular, a través de internet y sus satélites. Juega en
dos terrenos: el del tiempo y el del imaginario de la sociedad
espectacularizada.
El
populismo de los pueblos europeos, en tanto que adhesión a una cierta forma
nacional determinada por sus costumbres, es el principio de la resistencia de
los pueblos atrapados entre el yunque del multiculturalismo y el martillo del
islam.
La
guerra de las costumbres no está ante nosotros, ya ha comenzado.
©
Entrevista a Vincent Coussedière, realizada por Alain de Benoist y François
Bousquet, en la revista Éléments Nº 160.
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