Por
Emilio Monzó
Podremos
discutir cuándo ocurrió, pero hubo un momento, ya hace varias décadas, en el
que la Argentina se apartó del camino.
Dejó
la senda del desarrollo y cayó en la pendiente del estancamiento…
Dejó de
transitar hacia el progreso social e individual para desbarrancarse entre la
desigualdad y la pobreza.
Desde allí, buena parte de la política se ha
ido a la banquina.
Y
ha consolidado, desde un extremo y del otro, una cultura de los márgenes, no
solo alejada del camino sino también del punto medio, de la moderación y el
equilibrio.
La
intolerancia, el sectarismo, la especulación, la tentación facilista de culpar
siempre al otro, caracterizan a la política de la banquina, la que por
izquierda o por derecha se empeña, una y otra vez, en meterse en el barro.
Desde
la banquina, el rumbo aparece desdibujado, los acuerdos son reemplazados por
volantazos y los puentes se desmoronan en los atajos.
Los dirigentes
de todos los sectores debemos hacernos cargo de haber alentado o consentido
estas desviaciones.
Y
entre todos deberíamos proponernos un acuerdo fundamental:
Retomar el
camino, reconstruir las señales, acatar normas y reglas inamovibles y acordar
hacia dónde vamos.
Hace
falta, para eso, un gran sinceramiento nacional, en el que dejemos de ver al
otro como enemigo y asumamos la responsabilidad colectiva que le corresponde a
la dirigencia política.
Todos hemos
fracasado.
Desde
esa aceptación sincera podremos encaminarnos hacia un mejor futuro.
Hay
44 millones de argentinos que esperan de sus dirigentes actitudes responsables.
Esperan
seriedad y cooperación para resolver los enormes y complejos problemas que los
angustian;
esperan
liderazgos sanos, con vocación de diálogo y de escucha.
Esperan grandeza
y honradez, sensibilidad y comprensión.
No
podemos seguir actuando desde las banquinas, arrojando piedras y chicanas,
cultivando el desencuentro.
Debemos
abandonar los márgenes y los extremos para transitar un camino por la
Argentina.
Eso
exige, como ingredientes esenciales, serenidad y prudencia.
Exige,
además, amplitud y pluralismo.
Nada
se construye a los gritos.
Ni
con agravios ni con discordias.
En
la Argentina pendular que sufrimos desde hace décadas asoman, cada tanto,
señales alentadoras.
Por
momentos parece que hay voluntad para alejarse de la banquina y retomar la
senda.
Pero
son esfuerzos tímidos, intentos aparentemente frágiles o resultados de una
vocación quizá demasiado tenue.
Desde
un lado y del otro, la banquina parece “tironear” hacia los márgenes y los
extremos, donde el diálogo se interpreta como signo de debilidad y la
cooperación como una “traición a los principios”.
¿Queremos vivir
en la Argentina de los antagonismos, de la demolición del “enemigo” y del
castigo al que discrepa?
¿O
estamos dispuestos a construir un país que nos albergue a todos, que no esté
partido a la mitad y no se gobierne a los volantazos, desde una banquina o
desde la otra?
Transitar
una senda común no implica abolir diferencias, matices, desacuerdos y debates.
Tampoco
implica –por supuesto- cancelar la crítica que, sin embargo, debería formularse
con mesura, buscando incluso la empatía para procurar la rectificación del
otro, no su anulación ni su desplazamiento como se busca con la
descalificación.
Nunca hay una
sola forma de recorrer un camino ni una sola herramienta para hacerlo, tampoco
una única velocidad.
Hay
conductores con más pericia que otros; los hay más audaces, más conservadores.
Están
los que prefieren ahorrar combustible y los que prefieren ahorrar tiempo; los
que toman la curva más abierta o más cerrada.
Hay
un amplio margen para discutir estrategias y proponer la alternancia.
Los
caminos casi nunca son, por lo demás, en línea recta y suelen ofrecer
encrucijadas.
Pero
implican, en cualquier caso, el cumplimiento de normas y señales.
Establecen un
marco de convivencia y exigen determinados compromisos.
Ese
marco es el que caracteriza a todos los países que, en distintas escalas y a
ritmos diferentes, han logrado mantener una senda de crecimiento y estabilidad
institucional.
Son
los países que no se han ido a la banquina.
Eso
fue la Argentina y eso debe volver a ser.
En la banquina
se mezclan oportunistas y temerarios, animadores y gritones, caciques y
obsecuentes…
Ahí
hacen su negocio los sembradores de discordias.
El
camino exige, en cambio, conductores serios y responsables; es el espacio de los estadistas.
Entre
mediados de la década del setenta y principios de los noventa, la Argentina
vivió traumas devastadores:
El
Rodrigazo (1975), el Golpe del 76 con sus secuelas de terrorismo de Estado,
la
crisis financiera de los años 80, la guerra de Malvinas y la hiperinflación del
89.
Después
vinieron la escalada del desempleo y el colapso del 2001.
Por
supuesto que la lista podría ser más larga y exhaustiva, pero alcanza para
marcar algunas de las curvas en las que el país desbarrancó.
En
los últimos 35 años, hay logros de los que podemos sentirnos orgullosos.
En esa lista
debemos anotar la estabilidad democrática, el consenso por los Derechos Humanos
y el sostenimiento de la paz social.
Marcan
un rumbo, por supuesto.
Pero
también hemos agudizado las desigualdades sociales, nos hemos resignado al
deterioro de la educación, la salud y la seguridad públicas, la economía ha
oscilado entre un fracaso y otro y hemos consolidado, además, una cultura del
desencuentro.
A
una crisis estructural que nos agobia desde hace décadas se suma, ahora, el
impacto inesperado y brutal de una pandemia que nos desafía en distintos
planos. La crisis sanitaria ha puesto al mundo frente a una emergencia de
enormes dimensiones.
Para
la Argentina, por supuesto, plantea un reto monumental.
Deberemos
enfrentar nuevos y viejos problemas, crisis de arrastre y crisis emergentes.
Imposible hacerlo “unos contra otros”.
Tenemos la
obligación, y al mismo tiempo la oportunidad, de construir puentes que nos
vuelvan a poner sobre el camino.
No
me cansaré de predicar, desde una profunda convicción, la cultura del acuerdo.
Reivindiquemos
el trabajo conjunto entre oficialismo y oposición, sin desdibujar –desde luego-
los roles de cada uno.
Asumamos la
responsabilidad política como una conducta y una actitud irrenunciables.
Cultivemos
la moderación y la humildad de los que buscan soluciones.
Invirtamos
tiempo en el diálogo fecundo con aquel que piensa distinto; seamos capaces de
escucharnos y de hacer lugar a las ideas del otro.
Levantemos la
bandera de la cooperación y no la del oportunismo.
Quitemos
el revanchismo y el resentimiento de nuestra práctica dirigencial y militante.
No
es el guión de una “política lírica” ni son conceptos de una retórica hueca.
Es
lo que han hecho países tan diversos como Uruguay, Alemania, Australia o
Portugal.
No
es, por supuesto, una fórmula que evite los problemas ni las dificultades;
tampoco los fracasos ni las tensiones.
Pero,
sin duda, le da una chance al futuro.
Si
el diálogo y los acuerdos no nos garantizan el éxito, los desencuentros y el sectarismo sí nos garantizan el fracaso.
Depende
de nosotros; de una generación democrática que todavía está a tiempo de asumir
el desafío.
Por
la banquina no vamos a llegar...
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