Por María Záldivar
El pavoroso desplome de Chile es el ejemplo perfecto de una dirigencia que intentó construir prosperidad económica sin librar, previamente, la batalla cultural.
Se
impulsó capitalismo sobre terreno socialista y, si bien la inercia colaboró
durante un par de décadas manteniendo las políticas de crecimiento que habían
llegado de la mano de una administración de facto, hoy queda expuesto que ese
supuesto milagro racional que parecía desarrollarse en armónica convivencia
entre libre mercado en lo económico y progresismo político, no era tal.
Para que las bases de la democracia liberal sean sólidas es imprescindible una sociedad que entienda que sus raíces no se sustentan en el PIB o el control del gasto público y de la emisión monetaria, por cierto todas herramientas imprescindibles de la fortaleza económica de una nación.
Sin embargo, el
núcleo del bienestar pleno lo aporta el sistema político, del que la salud
financiera de los países es solo una pata de la construcción.
La
batalla cultual no es económica ni aún en los países pobres donde, como
resultado del socialismo y las políticas asistencialistas, podría parecer más
sencillo de explicar a la población que esos son los motivos por los que viven
mal y no crecen ni progresan.
Sin
embargo, allí es donde más difícil se hace introducir las ideas liberales que
son las que han sacado a millones de personas de la miseria a lo largo de la
historia.
La pobreza
extrema suele ir acompañada de escasa instrucción ya que las administraciones
de izquierdas no educan para el desarrollo del individuo, sino que adoctrinan
para asegurarse “clientes”.
A
esa masa enorme de gente le inculcan que son pobres por culpa de los que no lo
son, y que la libertad solo favorece a los poderosos.
Les
dicen que estar cerca del estado es la mejor protección y a la sombra de este
discurso, el aparato de la burocracia aumenta y la ineficiencia del gasto
público, también.
El centrismo, políticamente correcto, navega entre el buenismo y la claudicación; nunca una declaración contundente, nunca una definición severa
La Argentina se suma a los ejemplos de que el transitorio buen pasar económico no fideliza a la sociedad con las ideas de la libertad, que son infinitamente más ricas que el discurso de los números.
En
los años 90, el peronista Carlos Menem aplicó medidas de libre mercado durante
la década que gobernó.
La población
festejó la súbita bonanza económica que significó un up grade en la calidad de
vida sin esfuerzo alguno.
Sin
embargo, cuando esa quimera se derrumbó, el público no atribuyó el fracaso a la
falta de un marco institucional acorde, sino al liberalismo económico.
Y pasó así
porque la gente seguía siendo filosóficamente socialista; el peronismo
menemista había entendido el agotamiento del estatismo vigente y dio un golpe
de timón contra la decadencia estructural llevando adelante la llamada
convertibilidad, una especie de dolarización que le dio aire a las exhaustas
arcas públicas; pero no tuvo intención alguna de introducir las modificaciones
necesarias en el sistema político, obsoleto, corrupto y plagado de trampas que
solo benefician a los políticos profesionales, convertidos en una
verdadera corporación que impide el
recambio de personas y de ideas.
Cuando
los postulados de la Agenda 2030 son adoptados mansamente; cuando el feminismo
exige privilegios sin pudor y no encuentra resistencia ni en las sociedades ni
en los medios de comunicación y menos aún entre los políticos; cuando la noción
de “sustentabilidad” se impone a la de nacionalidad por obra del marketing
global, se está frente a una sutil pero efectiva cancelación de la libertad.
Porque
la democracia liberal entraña el respeto por las minorías, un principio
absolutamente desvirtuado en la actualidad.
Hoy,
si no son comunidades LGTB, indígenas, feministas, pueblos originarios o
medioambientalistas, cuyos reclamos y exigencias son atendidos casi con
urgencia, se vive una dictadura de las mayorías.
Solo
tiene entidad lo populoso; y de populoso a populismo hay un paso.
El
populismo es la contracara de la democracia liberal aunque se aprovecha de su
prestigio para desplegar gestos similares que llegan a confundir al electorado
distraído.
Pero
ese periplo maligno es posible cuando la doctrina y el amor a la libertad no
están incorporados.
La historia
reciente demuestra que el impulso de liberalismo económico a secas no alcanza
para luchar contra el globalismo y la nueva izquierda
La
factura que se le ha pasado históricamente al liberalismo es que su discurso se
concentra en la economía.
Y
algo de verdad hay.
Sin
embargo, en los últimos años han surgido alrededor del mundo, movimientos
liberales y conservadores cuya preocupación son los valores y las
instituciones.
Algunos
inclusive han logrado transformarse en opción electoral, vienen a romper con
los bipartidismos tradicionales y ponen en jaque a la política misma en tanto
exponen la falta de respuestas que acumulan los partidos tradicionales.
Cabe
señalar que a ese bipartidismo histórico nunca le incomodaron las expresiones
marxistas, por minoritarias y porque no llegan a amenazar el statu quo.
Las
posturas extremistas conviven en el sistema político sin causar mayores
alteraciones.
El
problema lo crea este liberalismo conservador que defiende instituciones y
valores pero con la vehemencia que los partidos tradicionales fueron perdiendo.
El
centrismo, políticamente correcto, navega entre el buenismo y la claudicación;
nunca una
declaración contundente, nunca una definición severa.
Hoy,
frente al fracaso de la receta globalista, el centrismo no es opción y el
liberalismo conservador emerge como la auténtica solución, como la única
solución.
Mientras
tanto, el centrismo, insalubremente tibio, insanablemente sinuoso, no encuentra
otra forma de contrarrestar el posicionamiento de esta nueva opción y su
creciente éxito que acusándola de populismo de derechas.
Las ideas que
producen crecimiento, prosperidad y calidad de vida necesitan de una sociedad
que las demande pero con un marco institucional sólido se consolidan.
Mientras
eso no sucede, las recetas exclusivamente económicas son paliativos de corto
plazo.
Las
sociedades que toman ese atajo, aplacan los síntomas del estancamiento por
algún tiempo, respiran y postergan pero sus problemas de fondo persisten.
La
historia reciente demuestra que el impulso de liberalismo económico a secas no
alcanza para luchar contra el globalismo y la nueva izquierda.
Pero
eso lo tienen que entender primero los profetas del libre mercado y ofrecer una
receta completa en la que lo económico es parte de una construcción más amplia
y más compleja pero imprescindible.
Porque
la nueva derecha, liberal y conservadora, tiene que ser un requerimiento social
y es cometido de la clase política inspirar a las sociedades a abrazar sus
postulados.