El futuro político nacional aún depende menos de la voluntad colectiva que de la evolución del relato que está escribiendo la Presidenta.
Hace apenas un año, los kirchneristas querían tirar por la borda la Constitución nacional y apoderarse de la Justicia, “democratizándola”, pero los tiempos han cambiado y, con ellos, el clima político.
Hoy en día, para la presidenta Cristina y sus soldados, la Constitución es una tabla de salvación que, en teoría por lo menos, les asegura dos años y pico más en el poder, ya que en la Argentina moderada y dialoguista que el domingo pasado votó masivamente en contra de la prepotencia K, escasean los dispuestos a arriesgarse asumiendo una postura destituyente.
Si los kirchneristas se manejan con cautela, la fase final de la gestión de Cristina podría transcurrir sin convulsiones; caso contrario, pronto se verán en dificultades.
Puede que Amado Boudou y compañía exageraran al festejar los resultados electorales como si se tratara de un triunfo glorioso, pero al lograr conservar por ahora la mayoría en ambas cámaras del Congreso, la situación formal en que se encuentran dista de ser tan tétrica como muchos opositores quisieran creer.
Por lo demás, un par de días más tarde, la Corte Suprema de Justicia les dio un premio consuelo al convalidar la Ley de medios.
De ser el kirchnerismo un movimiento político “normal”, aprovecharía los más de dos años que en principio le quedan para intentar reconciliarse con los millones que lo han abandonado pero, huelga decirlo, no lo es. Antes bien, se ha rebelado contra la ya mítica normalidad.
Sus militantes más fervorosos se suponen revolucionarios convocados por un destino amable para hacer de la Argentina un país a su imagen y semejanza.
Van por todo...
No se conformarán con un tercio aun cuando ninguna otra agrupación tenga tanto.
¿Cómo reaccionarán, pues, ante el revés doloroso que acaban de sufrir?
Muchos dan por descontado que procurarán “profundizar el modelo”, ya por imaginar que, a pesar de todo, podría funcionar, ya por estimar que sería de su interés que el próximo gobierno que, nos advierten, sería forzosamente de la derecha oligárquica y neoliberal, reciba una bomba de tiempo que esté a punto de estallar.
Para los ultras, una estrategia de tierra abrasada tendría sus méritos.
¿Y Cristina?
El futuro político nacional aún depende menos de la voluntad colectiva que de la evolución del relato que está escribiendo la Presidenta del que es la protagonista casi absoluta.
Sin proponérselo, la Corte Suprema, le ha proporcionado otro pretexto para retirarse del escenario.
Al asestar un golpe feroz contra “el monopolio” Clarín y al príncipe de la tinieblas Héctor Magnetto, sus señorías le han dado lo que habrá tomado por una victoria épica mucho más valiosa que una meramente electoral.
Con la misión que tanto la ha obsesionado así cumplida, más el estado nada satisfactorio de su salud, la Presidenta podría sentirse con derecho a prolongar el “estricto reposo” recomendado por los médicos que la atienden y por sus propios familiares.
Por cierto, Elisa Carrió dista de ser la única persona que se ha puesto a especular en torno a dicha alternativa.
Asimismo, aunque Cristina regrese recargada luego de algunas semanas de descanso, el país entero temería que en cualquier momento experimentara una recaída.
Todo sería más sencillo si fueran menos graves los problemas económicos ocasionados por la aparente convicción presidencial de que a un gobierno popular le es dado mofarse no solo de lo que llama la “ortodoxia” sino también de la matemática, gastando cada vez más porque lo merece el pueblo, sin preocuparse por cosas tan engorrosas como la falta de recursos.
La economía es una “ciencia triste” porque tiene más que ver con límites que con la abundancia infinita.
En el Gobierno está anidada una facción que cree que valdría la pena intentar congraciarse con los inversores locales y foráneos, pero sucede que sus jefes, el presidente en ejercicio Boudou y el ministro de Economía Hernán Lorenzino, son enanos políticos, mientras que la banda voluntarista, liderada por Axel Kiciloff y Guillermo Moreno, cuenta con la aprobación de Cristina.
Antes de las elecciones, la ilusión de que los realistas, por llamarlos así, conseguirían hacer valer sus criterios y que, de todos modos, andando el tiempo gente más razonable se encargaría del gobierno, contribuyó a difundir cierta confianza entre los persuadidos de que a la larga invertir en la Argentina sería sumamente provechoso, pero puede que tales optimistas se hayan engañado otra vez.
Sea como fuere, por reacia que sea Cristina a modificar el rumbo que se ha fijado, tarde o temprano la Argentina tendrá que someterse a un ajuste severísimo.
Si el Gobierno se niega a combatir la inflación, reducir drásticamente los subsidios, frenar la sangría de divisas que está vaciando el Banco Central e impedir que siga aumentando el gasto público, lo harán los mercados con su crueldad habitual.
Muchos políticos kirchneristas, peronistas “disidentes”, radicales e izquierdistas preferirían lavarse las manos del asunto; de producirse una crisis inmanejable, la atribuirían al salvajismo capitalista y la perversidad de los odiosos neoliberales.
Lo mismo que Cristina y su séquito de militantes, quienes se afirman progresistas están acostumbrados desde hace mucho más de medio siglo a rendir culto a la irresponsabilidad principista que tanto ha aportado al atraso nacional.
Dos más beneficiados por la sensación de que el “ciclo” kirchnerista está aproximándose a su fin han sido peronistas, como Massa, vinculados con otras corrientes del mismo movimiento que nos dio el matrimonio patagónico.
Por oportunismo, o porque entendían que Cristina y los suyos se habían alejado demasiado de su propia interpretación de las esquivas verdades peronistas, optaron por oponérseles, garantizando así que el aglomerado engendrado por el general Juan Domingo Perón resultara fortalecido por la nueva debacle socio económica que sus representantes se las arreglarían para provocar.
De instalarse Massa o Scioli en la Casa Rosada, abrirían las puertas para que entraran sobrevivientes, debidamente arrepentidos, del kirchnerismo, pero pronto se verían desafiados por un nuevo conjunto de “disidentes”.
Al país no le será tan fácil liberarse de la pegajosa telaraña que ha tejido el movimiento populista más duradero de América latina, uno que ha dominado como ningún otro el arte de transformar fracasos apenas concebibles en éxitos políticos contundentes.
Así y todo, fuera del maremágnum peronista hay señales de vida.
El radicalismo, una versión un tanto menos rústica del mismo fenómeno populista, hizo una muy buena elección y, con sus aliados socialistas, confía en armar una coalición progre capaz de hacer frente al movimiento aún hegemónico, sobre todo si el próximo torneo presidencial llega al ballottage.
En la Capital Federal, el PRO de Mauricio Macri logró consolidarse, al ganar Gabriela Michetti la carrera senatorial por un margen sustancial e imponerse el rabino Sergio Bergman a la resurgida Elisa Carrió en la de Diputados.
También consiguió el PRO cruzar la avenida General Paz al resultar elegido Miguel del Sel en Santa Fe, detrás del socialista Hermes Binner pero por delante del kirchnerista Jorge Obeid, mientras que en Córdoba Héctor Baldassi, si bien llegó cuarto, ocupará una banca en la Cámara baja.
De no ser por la ubicuidad de distintas variantes del populismo caudillista, Binner y Macri, u otros de propuestas similares, disputarían la primacía.
Aunque buena parte del elenco político se afirma más o menos izquierdista, la Argentina, como Estados Unidos, es uno de los escasos países occidentales en que los partidos declaradamente socialistas siempre han sido muy minoritarios.
En cuanto a “la derecha” liberal democrática, no ha sabido levantar cabeza desde la irrupción del peronismo; aquí es considerado inaceptable un ideario que en el resto del mundo suele confundirse con el sentido común y que, para más señas, ha posibilitado un sinfín de logros concretos merced a los cuales personas que en la Argentina serían pobres, cuando no indigentes, disfrutan de ingresos muy superiores a los de muchos integrantes de lo que aún queda de la clase media.
Para romper la maldición que le supone el epíteto “derechista” que, en boca de progresistas supuestamente moderados es suficiente como para hacer de los así caratulados personajes tan infames que hasta dialogar con ellos equivaldría a entregarse al mal, el PRO solo cuenta con su propia capacidad administrativa.
A juzgar por los resultados electorales, muchos porteños pasaron por alto las advertencias formuladas por intelectuales progresistas para premiar a Macri y sus colaboradores por una gestión aceptable en circunstancias muy adversas, ya que los operadores del Gobierno nacional han procurado sabotear todas sus iniciativas.
Pero, claro está, la Capital Federal, una metrópoli de características muy especiales, es un distrito atípico en que, como podría confirmar el desafortunado Daniel Filmus, el único peronista que logró cautivar a los votantes fue el menemista Erman González, un hombre que, de aún estar entre nosotros, podría militar, sin desentonar, en las huestes macristas.
El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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