Cómo
intenta esquivar Alberto Fernández los condicionamientos de la gestión que
relanzó ayer con su discurso en el Congreso.
Silvio
Santamarina
La
lógica general del discurso de Alberto Fernández fue poner orden.
Orden
en la justicia federal, “intervención” de la Agencia Federal de Inteligencia,
creación de comisiones y órganos consultivos para ordenar la puja en espiral de
precios y salarios, orden en la industria de hidrocarburos, orden en el proceso
histórico de luchas de género, orden en el mercado de cambios, orden en el
desequilibrado federalismo nacional...
El reciclaje de
la consigna “Nunca Más” ya se convirtió en una herramienta argumentativa para
muchos funcionarios oficialistas que quieren subrayar la voluntad presidencial
de ponerle límites definitivos al caos de la deuda externa y a la proliferación
de causas por corrupción.
La
idea es que, cuando todo se vaya ordenando, pronto la Argentina podrá crecer.
Hay
un problema:
Hace
ya casi medio siglo que los gobiernos, democráticamente elegidos, o no tanto, o
todo lo contrario, arrancan prometiendo que al orden le seguirá el progreso.
Pero
la segunda parte nunca llega.
Solo quedan las
ruinas de sucesivas refundaciones fracasadas.
Los
historiadores económicos coinciden en marcar el comienzo de la década del '70
como el punto de no retorno de la decadencia productiva nacional.
En
el medio, todos los gobiernos apostaron a ordenar para después crecer:
Perón
apostó a la concertación social, la dictadura a la pacificación sangrienta,
Alfonsín a la restauración constitucional,
Menem
y Cavallo a la convertibilidad monetaria, De la Rúa al fin de la festichola
menemista,
Duhalde
a la pesificación, Néstor a los superávits gemelos y solidarios,
Cristina
al soberanismo nac&pop, Macri a la modernización globalizante,
y
ahora Alberto vuelve a la idea de un Estado que intervenga para poner a la
Argentina de pie.
Nadie
ha encontrado en este último medio siglo una idea superadora del viejo concepto
del Orden y Progreso, que declamaban las autocracias de hace un siglo en la
región.
El modus
operandi fallido de los gobiernos argentinos de las últimas décadas es que
llegan, instalan su orden de poder y negocios, se acomodan (algunos más y
mejor, otros menos), se sientan en su zona de confort y nos sientan a esperar
con paciencia patriótica los frutos del progreso, que en algunos
casos parecen llegar para esfumarse rápidamente, y en otros casos, ni siquiera se
asoma.
Orden sin
Progreso es la última maldición argentina
de la que ningún gobierno nos está pudiendo salvar.
Si
esto sigue así, hay dos conclusiones posibles que los argentinos podrían
vislumbrar como horizonte.
O que el único
cambio posible es un líder que impulse un gran desorden, profundo y disruptivo,
o
que la sociedad deje de esperar y de depositar en los gobiernos el anhelo de
cambios reales y duraderos de tendencia.
Ese
escepticismo estructural es el que se huele en la tibia luna de miel que le
tocó a Alberto Fernández, que en su
primer verano presidencial no gozó de la euforia ni de la esperanza colectiva
mayoritaria que sí despertaron anteriores administraciones de distintos colores
ideológicos.
No
es, evidentemente, un problema generado por él, aunque su creativo pacto de
gobernabilidad con la Vice-Ex-Presidenta tampoco alimenta la confianza plena ni
de los kirchneristas puros ni de los anti kirchneristas:
A
ambos lados de la grieta, día tras día surgen voces de alerta sobre el
verdadero plan albertista, si es que en verdad lo tiene.
Por
ahora, el plan que seguro tiene es aquel que el capo cómico Carlitos Balá
enunciaba al comienzo de sus shows infantiles, inspirado en la filosofía
griega: “Como el movimiento se demuestra
andando, pues "¡andemos!”.
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