Carlos
Mira
El
retiro de la Oficina Anticorrupción como querellante y agente impulsor de las
causas por corrupción abiertas en la Justicia contra Cristina Kirchner y sus
hijos, constituye un hecho repugnante
que debería concitar el repudio de todo el país honesto y honrado que gana su
dinero trabajando y no robándole al pueblo.
La
decisión impulsada por una directiva del presidente Fernández -luego de su
reunión de más de tres hora a solas con la vicepresidente en Olivos la semana
pasada- tuvo como agente ejecutor a Félix Crous, un marxista que llegó a la OA
por su infiltración en el kirchnerismo cristinista (porque si se presentara a
cara descubierta frente a la sociedad con sus ideas sobre la mesa, andaría
juntando cartones por la calle) y que confesó abiertamente (obviamente ya desde
su seguro puesto en el Estado) que su idea madre es el comunismo.
Este copamiento
de las más altas instituciones de la república por personajes que pretenden consagrar
el robo del Tesoro Público y la instauración de una dictadura socialista que
confisque los derechos civiles y las libertades individuales, debe ser detenido
con el esfuerzo consciente de la Argentina sana que no puede permitir que el
país sea arrasado por un absolutismo atroz.
Obviamente,
desde el lado del gobierno de Fernández, esta es una prueba más de que el
presidente es un agente ejecutor de un plan de impunidad y de avasallamiento a
la libertad y al equilibrio de los poderes que, de esta manera, pierde una
herramienta fundamental para averiguar la verdad y poner a los responsables del
robo público más grande de la historia del país entre rejas.
Es penoso que el
presidente se preste a esto.
Algunos,
aturdidos por los desaciertos del gobierno de Mauricio Macri, creyeron la
fábula vendida por Cristina Elisabet Fernández de que ella se retiraba a un
segundo plano para permitir la llegada de una versión civilizada del
experimento kirchnerista.
Obviamente
semejante burdez solo pudo haber sido creída por gente desesperada.
El
caso es oportuno también para volver a confirmar la extrema obviedad que guía
la mayoría de los escenarios del país.
En
efecto, solamente la existencia de esa forma etérea de la fe que se llama
“esperanza” pudo haber llevado a la mente de la franja de la sociedad que
terminó inclinando la elección por siete puntos porcentuales (2 millones de
votos) la idea de que Alberto Fernández
llegaba para hacer algo diferente a lo que la Argentina ya conocía del
kirchnerismo.
Si
bien de esos 2 millones de votos, un millón y medio provino de La Matanza, un
distrito cuya mente promedio ha sido destruida por el machaque peronista de los
últimos 70 años, no hay dudas que hubo una parte de la sociedad que creyó en la
“máscara de Fernández” y supuso que la comandante del Calafate se retiraba de
las decisiones pesadas del gobierno.
Fue
la “teoría Bárbaro” que enarboló públicamente el referente histórico del
peronismo y que hoy debería estar
obligándolo a preguntarse cuánta proporción del daño que vemos concretado hoy
se debe a su constante prédica en aquel sentido.
Pensar en el
“retiro” de Cristina Fernández era simplemente utópico.
Es
más, estoy seguro que aspira a volver a ser presidente una vez que termine este
interregno que ha tenido que soportar obligadamente, entre otras cosas, para
usar al mascarón de proa que eligió como ariete para limpiar todas las causas
judiciales que tiene abiertas, ella y su familia, por la astronómica
defraudación que perpetraron.
Es
lo que estamos presenciando ahora delante de nuestros ojos:
El desarme
prolijo de todos los procesos por corrupción y la progresiva suelta de ladrones
que recuperan increíblemente su libertad ante la parte de la sociedad que
esperaba, por primera vez en la historia, que quien las hizo las pagara.
Y
esa es, en alguna medida, una forma de mensurar el crimen de Macri, que por sus
errores económicos y por falta de audacia, desperdició una oportunidad enorme
para desmembrar el fascismo.
Pero
también es una forma de esperanza:
Aún
con los tremendos errores no forzados de Cambiemos, esa fórmula obtuvo el 41%
de los votos.
Esa
base de honestidad y de exigencia de transparencia en el gobierno debe
movilizarse para impedir el avance de la impunidad y la consagración del robo.
Si esa parte de
la sociedad no hace algo el robo quedará consagrado y sus protagonistas impunes.
“¿Qué
puedo hacer yo”? es la típica pregunta que surge en la gente de buena fe cuando
cualquiera propone “hagamos algo”.
Con
el país entero en prisión domiciliaria, la empresa resulta aún más difícil.
Por
eso la ofensiva cristinista quiere aprovechar todo el tiempo que le regale la
pandemia:
Es
increíble la fortuna (nunca mejor empleada la palabra que en este caso) con la
que la providencia ha bendecido al mal:
Si
algo necesitaba el fascismo ladrón era la profundización de una “emergencia
social”…
Hasta
esa suerte han tenido.
Son muchas las
iniciativas tecnológicas disponibles para hacer escuchar nuestra voz, desde el
típico sitio Change.org hasta las múltiples viralizaciones privadas.
Pero
el fascismo cristinista no se parará con eso, lamentablemente.
Quedan
dos opciones: o una alternativa de hierro para el presidente a quien, desde el
punto de vista económico, no le quede más alternativa dentro de unos meses que
cortar con el comunismo que invade su gobierno desde las trincheras
cristinistas;
o
la invasión a Juntos por el Cambio de una corriente libertaria que apele al
caudal electoral de esa corriente, pero que la disponga para llevar adelante
una reforma alberdiana que devuelva el país a la decencia, al trabajo honrado y
al crecimiento económico…
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